Opinión

Un menú de degustación del capón de Vilalba

Capón asado. Manuel Villanueva
  • La tradicional feria marca el comienzo de la Navidad en la Terra Chá (Lugo)

  • Este año han llegado a pagarse 230 euros por una pieza

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Salimos de Marín (Pontevedra) como quien se ajusta el abrigo sin terminar de cerrarlo. Diciembre era un país gris, húmedo, insistente. La lluvia acompañaba, fiel, mientras la carretera se iba recogiendo hacia la Terra Chá. Íbamos llamados por la generosidad inalcanzable de Roi Correa, que cuando convoca, la mesa deja de ser un mueble para convertirse en lugar de sentido.

Vilalba apareció sin alharacas, capital de una llanura que se extiende más en la memoria que en el mapa. Aquí el capón no es un plato, es un acontecimiento mundano. Cunqueiro lo sabía bien y lo escribió con esa ironía suya de quien ha visto dioses sentarse a comer: “El capón de Vilalba es un animal literario, un ave con memoria, criado para que el invierno tenga sentido”. Ya Aristóteles, en su Historia Animalium, observaba cómo la castración transformaba al gallo en un ave más dócil y más grasa, destinada a otro final. Sin saberlo, estaba escribiendo la primera nota al pie de una tradición que siglos después encontraría en Vilalba su formulación perfecta: la biología convertida en rito, el tiempo como ingrediente principal.

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El capón de Vilalba se mira antes de comerse. Tal vez por eso la feria prenavideña, documentada ya en la primera mitad del siglo XIX, sigue siendo un acontecimiento civil. Allí el ave se pesa, se juzga, se exhibe. No es un mercado cualquiera: es una ceremonia. Como dejó escrito Matilde Felpeto, “el capón de Vilalba no se entiende sin la feria, ni la feria sin el saber transmitido de generación en generación”. No se compra solo un animal: se adquiere una historia compartida.

Hay en el capón algo de Farinelli: una plenitud alcanzada a través de la renuncia. Castrado para convertirse en otra cosa, el ave paga con su naturaleza una gloria posterior. Como el gran cantante, su cuerpo es disciplina, espera, transformación. No grita: sostiene. Su fama no es estridente, es persistente.

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En el Mesón do Campo, el mundo se vuelve doméstico. Madera, calor, un silencio bueno. Teresa, su hija Elisabet y Manuel, con su equipo, practicaron un auténtico recital sin aspavientos. Una forma de entender la cocina como una cortesía. Variaciones sobre un mismo tema, sí, pero con la cadencia exacta de una polonesa de Chopin: nervio, elegancia, melancolía y alegría contenida.

La declinación sobre el capón se abrió con una manteiga (mantequilla) local untuosa como un prólogo bien escrito. El consomé, extraído de los huesos del ave, era un caldo conciliador: ahí estaba la sustancia de la tierra, la paciencia del fuego, la idea de que nada se tira porque todo cuenta. Diría Ramón Villares (el historiador de los latidos largos) que en esa taza humeante se resume una economía moral, una forma de entender el país.

El paté de los hígados, las pieles tostadas, los embutidos afinados y curados: cada gesto era respeto. El capón aparecía multiplicado, como si quisiera demostrarnos que la abundancia también puede ser elegante. Manuel Fraga, gallego de mesa larga y verbo rotundo, defendía estas liturgias como asuntos de estado: “Comer bien es una manera de gobernarse”.

La croqueta melosa, frita con precisión, nos devolvió a la infancia; los callos de sus mollejas con garbanzos negros, fueron una canción al invierno que apretaba, con lluvia y frío, fuera. Ramón Chao habría escuchado aquí un acorde grave, una música campesina que se toca con cuchara y pan. Y Darío Villanueva, atento siempre al diálogo entre tradición y modernidad, encontraría en esta mesa una poética completa: fidelidad al origen, inteligencia en la forma.

Llegó el capón asado, relleno de manzana y trufa blanca. El ave se presentó entera, solemne, como un personaje principal. La velouté de sus jugos y el chile poblano aportaban un leve temblor contemporáneo; la compota del relleno devolvía dulzor y orden. Luis Pimentel, médico de silencios y poeta de Lugo, habría escrito poco, pero exacto: “Aquí el cuerpo entiende antes que la palabra”.

El postre, con el queixo San Simón y el crumble de chocolate y trufa negra, cerraba el círculo. Café de especialidad. Conversación larga. Amigos reunidos por la generosidad de Roi, que es una forma de inteligencia afectiva: juntar a la gente adecuada alrededor de una mesa justa. Todo estaba donde debía.

La conversación líquida

La comida fue avanzando también por el territorio líquido, con una secuencia pensada y narrada por Elisabet copa a copa.

Arrancamos con Sidra Ribela 200 Millas, seca, franca, con esa acidez atlántica que limpiaba la boca y despertaba el apetito sin imponerse. Sidra de caminar largo, perfecta para abrir conversación y afinar el oído. A su lado, Pepe Luis 2020, un blanco de nervio y profundidad, donde la frescura no está reñida con la complejidad. Vino que no se explicaba en un sorbo, sino que pedía tiempo, como la propia Terra Chá.

Con los primeros pases del capón llegaron los tintos: Algueira Brancellao 2012, delicado, floral, con esa elegancia casi borgoñona que hace del Brancellao una uva para la reflexión. Un vino que acompaña sin empujar, que suma sin elevar la voz. Más atlántico aún, Albamar Espadeiro, jugoso, vivo, ligeramente indómito, ideal para las pieles tostadas y los sabores más directos. Un vino que es puro diálogo.

En mitad del camino, EPC Champagne aportó tensión y verticalidad. Burbuja precisa, limpia, casi quirúrgica, para ordenar el paladar y devolver el foco. Champagne de mesa, no de brindis vacío, al servicio del plato, no del ego.

Para el asado principal, Escolma 2015, de Luis Anxo Rodríguez, desplegó su complejidad lenta, su profundidad terrosa, su manera de hablar bajo pero claro. Vino de escucha atenta, de capas, de sobremesa larga. El capón, relleno de manzana y trufa blanca, encontró aquí un compañero serio, sin concesiones.

Y al final, cuando el tiempo ya se había rendido, apareció el Cream de Fernando de Castilla. Dulzor contenido, elegancia de vieja escuela, notas de frutos secos y madera noble. No como epílogo, sino como coda: un vino para cerrar los ojos y dejar que el día se quedara donde debía, en la memoria.

Manuel María lo había dicho mejor que nadie, desde la entraña de la Terra Chá: “Esta chaira non se acaba nunca, entra polos ollos e queda no sangue”. (Esta llanura no se acaba nunca, entra por los ojos y se queda en la sangre).

Pensé entonces en Ramón Pernas, que ha escrito que hay villas que no se recorren, sino que se recuerdan. Vilalba es una de ellas. No necesita monumentos: le basta una feria de invierno, un capón criado con tiempo y una mesa donde nadie tiene prisa por marcharse. El verdadero paisaje está en la conversación, en la palabra compartida.

Salimos a la noche. Tocaba dormir en Lugo que nos acogió húmeda, geométrica, fiel a sí misma. Llovía con disciplina romana. Caminamos despacio. El día se plegaba como un mantel bien doblado. Y entonces entendimos que, mientras existan mesas así, aves criadas con paciencia, ferias que resisten y vinos bien pensados, Galicia seguirá teniendo razón.