La maldición de los Torlonia vuelve a ocultar la mayor colección privada de estatuas de mármol

  • Una exposición exhibe en Roma por primera vez ante el gran público los mármoles de Torlonia

  • Es la mayor colección privada de estatuas del mundo, pero el coronavirus ha obligado a cerrar poco después de su apertura

Lo que tienen las leyendas es que corren el riesgo de deformarse, mutar o duplicarse. Cuentan que en el siglo XVI Rafael, Miguel Ángel y otros artistas del Renacimiento descendían con antorchas al subsuelo de Roma para admirar los frescos de la Domus Áurea, el gran palacio de Nerón, que había sido descubierto accidentalmente por un joven que cayó en una cueva.

Tres siglos después el nuevo mito eran los mármoles de los Torlonia, la mayor colección privada de estatuas del mundo, que primero había sido expuesta en un museo sólo apto para visitantes ilustres y después quedó apilada en sótanos polvorientos.

Corría el rumor en Roma de que los críticos de arte se colaban en estas dependencias disfrazados de barrenderos, aunque quién sabe si es verdad. El caso es que los mármoles han permanecido ocultos durante siglos, los Museos Capitolinos de Roma consiguieron recuperarlos con una exposición para el gran público por primera vez hace un mes, pero el coronavirus los ha devuelto al ostracismo.

Con los museos de Italia cerrados, ahí sigue firme el bronce del general Germánico, padre de Calígula, y una plétora de bustos de emperadores que parecen componer su ejército esperando una oportunidad para exhibirse.

Hoy diríamos que los Torlonia fueron hombres hechos a sí mismos. En un par de generaciones pasaron de ser una familia de agricultores a prestamistas de las tropas napoleónicas, socios privilegiados de los papas y unos de los mayores coleccionistas de arte del mundo. Los nuevos ricos del siglo XIX. Desde que el francés Marin Tourlonias, hijo de campesino, llegó a Roma para ser camarero de un cardenal hasta que su nieto Alessandro se convirtió en príncipe.

Les fueron bien los negocios, compraron tierras, se emparentaron con la nobleza y prestaron dinero a un interés suficientemente exagerado como para conseguir enriquecerse sin que los libros de historia entren en detalles. Más tarde le alquilarían su casa a Mussolini por el médico precio de una lira.

Mecenas anacrónicos

La época de los grandes mecenas había pasado. Estos surgieron en el Renacimiento, justo cuando los papas regresaron de su exilo en Aviñón e instaron a la población romana a que buscara en sus raíces y recuperara los vestigios del Imperio.

“Algunas familias reivindicaron como ancestros a los antiguos romanos, como por ejemplo los Porcari, que se declararon descendientes de los ricos Porci”, explica el historiador Salvatore Settis, comisario de la muestra sobre los Torlonia. Sería como si usted, señor Vivar, se declarara descendiente del Cid y colara.

La caza de la estatua debió ser como la fiebre del oro. Las rescataron de los verdes prados donde se encontraban tiradas para decorar salones familiares. Se conformó una nueva aristocracia y, con ella, una serie de familias tremendamente ricas que cultivaron el mecenazgo.

El mérito de los Torlonia es que consiguieron subirse al carro siglos después, cuando parecía que el reservado para los VIP de la época no admitía más socios. Pero si los mecenas del Renacimiento disfrutaron de una época en la que todo estaba por hacer, en el XIX todavía era tan fácil como ser amigos de los papas para disfrutar de copas gratis.

También entonces había que mover el dinero, por lo que la nueva familia agraciada comenzó a comprar villas, excavar en las antiguas zonas de recreo de los emperadores y adquirir colecciones de arte de familias endeudadas. Su obsesión estaba en las estatuas. Así hasta acaparar 620 piezas que ya no había donde meter.

Pertenecen todas a la época clásica. Tan sólo el bronce de Germánico constituye una rareza entre toneladas de mármol. Hubo que recomponer un Hércules roto en 125 trocitos, Bernini restauró la cabeza de una cabra en reposo y varios bajorrelieves decoran sarcófagos de familias patricias que pasaron a la historia sin dejarnos siquiera un nombre.

Todo ello está entre las 93 piezas seleccionadas por los Museos Capitolinos para su truncada exposición. Antes de ella, sólo se apreciaron en una galería construida por la propia familia.

El misterioso Museo Torlonia

Los mitos necesitan sus templos, por lo que el príncipe Alessandro construyó en el centro de Roma el Museo Torlonia, donde debían descansar sus trofeos. Abrió en 1859, permitió que lo visitaran únicamente sus selectas amistades y tras muchos problemas para mantenerlo cerró definitivamente sus puertas en los años setenta del siglo pasado.

Su carácter exclusivo alimentó el mito y de ahí que las estatuas, conservadas después en almacenes, entraran en la categoría de un misterioso tesoro del que todo el mundo había oído hablar sin que nadie lo hubiera visto.

El Estado italiano no pudo o no quiso doblegar a los Torlonia para que su patrimonio fuera declarado bien de interés general. La familia, vinculada a los Borbones y de la que procede Alessandro Lecquio, prefirió que sus estatuas fueran víctimas del polvo y la humedad antes que quedar en manos de las administraciones públicas.

Hasta que en 2016 el Ministerio de Cultura por fin logró llegar a un acuerdo para celebrar esta exposición. El plan era construir una sede permanente y organizar una gira mundial, pero cuando finalmente abrieron al público, se cruzó la segunda ola del coronavirus.

Tarde o temprano a las nuevas fortunas les suele llegar su ocaso. Y a los Torlonia les sucedió en 2017, con la muerte del último patrón. Sus herederos se encuentran inmersos en una guerra y el banco que un día regó de dinero al Vaticano está prácticamente en quiebra.

Mientras, una pareja de su colección mantiene la mirada al frente. Lo único que sabemos de ellos es que están esculpidos en mármol, que descansan sobre un sarcófago y que tras cientos de años en el otro barrio les importa poco esperar algo más para que venga alguien a hacerse un selfie con ellos.