Así son los chicos de barrio venezolanos que compiten haciendo piruetas en moto

  • Esta práctica ilegal y peligrosa se celebra los domingos en barrios inhóspitos de Caracas y de difícil acceso

  • Lo practican jóvenes de clase baja y popular que quieren que se reconozca la práctica como un deporte extremo

  • La popularidad de las moto-piruetas está creciendo en el país y las quedadas son cada vez más numerosas

Carpintero es una de las zonas más peligrosas de Caracas. Está en lo alto de un cerro en el barrio de Petare, la favela más grande de América Latina, hecha de casas de ladrillos con o sin cemento, techos de uralita, antenas parabólicas en desuso y aglomeraciones de gente que se hacinan dentro y fuera de sus casas al límite tratando de sobrevivir. Es un sitio poco apto para agorafóbicos.

Para llegar a Carpintero hay que subir la colina preferiblemente acompañado por un local que vaya dando instrucciones de los inconvenientes en la carretera llena de curvas: los huecos en el asfalto a evitar, los tramos de la vía donde previsiblemente aparecerá otro vehículo dispuesto a embestir, sin miramiento ni reglas de tránsito, o los lugares donde no hay que pararse nunca por presumible asalto, robo o susto.

En la cima, ya en el destino, está el mirador más bonito de Petare, con la ciudad de Caracas a los pies del barrio y el Ávila, la montaña que la rodea, imponente y verde eléctrica, con algunos picos a la misma altura mirando desde la cancha de enfrente. Y desde allí, en un espacio minúsculo, donde la carretera empinada se hace más estrecha y se bifurca hacia una calle del vecindario llena de comercios más o menos informales y más casas de ladrillo, se juntan los domingos los muchachos de las moto-piruetas.

Son jóvenes de Carpintero y de otros barrios populares de Petare que han hecho de las motos y los caballitos su adrenalina para vivir. La mayoría conduce una moto desde los ocho o nueve años, generalmente porque su hermano o su primo la conducía en el aire y la bicicleta era un transporte previsible y aburrido para esos chicos adictos a la emoción. A los 16, las piruetas en el aire eran parte de su rutina de entrenamiento (y entretenimiento) los fines de semana. A los veinte y los treinta es su estilo de vida, su descanso y su liberación. A Carpintero vienen a competir y a demostrar su dominio sobre las dos ruedas. A picarse, a arriesgar, a ganar fama, a volver a casa con un masaje entre las piernas.

A Leonardo Bermúdez lo llaman El Lobo de Guarenas. Guarenas es su pueblo, que está muy cerca de Caracas, como a cuarenta minutos. Lo de lobo viene de lejos, dice, aunque no especifica si tiene algo que ver con su maña sobre la moto. Tiene 30 años y no recuerda cuando fue la primera vez que se subió en una, primero de prestado. Después empezó a ahorrar hasta que se compró la suya propia. Era un adolescente, y desde entonces, no ha dejado de practicar lo que para él es un deporte de los barrios populares.

“Se trata de destreza, de adrenalina; uno despeja la mente. Se trata de practicar cada día más, de aprender más y más”, explica minutos antes de lanzarse a la carretera en cuesta de Carpintero donde este domingo y por primera vez después de ocho largos meses de cuarentena, los muchachos de los wheelies se han vuelto a juntar para verse las caras y gritarse improperios más o menos en broma antes de comenzar el espectáculo.

Los vecinos han comenzado a salir para ver el show desde los lados de la calle sin arcén. Han sacado botellas de anís y han abierto los maleteros de sus coches para poner música trap o reguetón en los altavoces perfectamente acoplados en ese espacio de sus vehículos.

Ocurre un accidente, pero nada de llamar al médico

Hay mucho ruido por los motores y los muchachos están practicando a gran velocidad subiendo y bajando ese tramo de carretera, que es el escenario del juego motorizado. Pasan casi imperceptibles por la rapidez, generalmente en caballitos inverosímiles, de pie sobre el asiento o con las dos piernas hacia el mismo lado de la motocicleta. El humo es insoportable y casi no se puede respirar, aunque todo pasa al aire libre y nadie parece percibir la falta de oxígeno. Beben anís con hollín atragantado y las chicas del barrio los miran y los graban con sus teléfonos última generación. Nadie lleva mascarillas ni respeta absolutamente ningún distanciamiento social. El coronavirus no existe en Carpintero y los comercios aprovechan para abrir hasta la madrugada y vender lo que sea, desde plátanos, aguacates, detergente o cigarrillos sueltos.

En ese momento hay un accidente. Suena un estruendo y todos salen corriendo hacia el lugar de donde proviene el ruido del choque. Uno de los motorizados se ha estampado contra un autobús urbano que no para a pesar del caos. Se trata de un tipo de bus privado que es típico de Caracas. Ante la falta de transporte público, operan las rutas principales de la ciudad como si fuesen los dueños del asfalto y nadie más pudiese circular por su territorio de bandidos. Son vehículos que cuentan con décadas de trabajo sobre sus ruedas, viejísimos, sospechosamente veloces, irrespetuosos, mortales; y van dejando un reguero de humo negro capaz de matar los pulmones más saludables con saña y sin remordimiento.

Los dueños, que generalmente también son los conductores, trabajan apoyados por algún pariente o amigo cercano que va de pie en la entrada sin puerta del bus, colgado en velocidad de alguna barandilla mientras va gritando las paradas de la ruta sin pausa, para animar a los transeúntes a que se suban en marcha y paguen en efectivo cantidades ingestas de bolívares, la moneda nacional. La mayoría de ciudadanos se aúpa por desesperanza, porque la alternativa es caminar kilómetros y kilómetros cada día en una ciudad sin paz, precisamente. Esas camionetas y sus propietarios se fusionan y se parecen en lo detestable. Eso sí, no escatiman en adornar su carruaje con frases célebres para expiar sus culpas: “Jesús Te Ama”, “Dios te mira”. “Dios está aquí y ha venido para salvarte”.

En el accidente de Carpintero también se ha visto implicado un muchacho que pasaba por allí en su bicicleta y los dos, el de la moto y el chico de la bici, están tirados en el suelo y no se mueven. “¿Están muertos?”, pregunta alguien. “No, están vivos”, le responden. Nadie llama a un médico. En Venezuela, cuando hay un accidente no se llama a un médico ni a un número de emergencias; o sí, aunque no se sabe si funciona. Mucho menos si ocurre en una zona como la elegida por los muchachos de barrio para hacer la quedada de moto-piruetas, donde casi no hay señal de telecomunicaciones y la geolocalización es inhóspita.

En Venezuela, ante una situación de este tipo, el accidentado espera en la condición que le haya deparado la suerte, a que algún buen samaritano lo recoja y lo lleve a un hospital que puede ser público, donde seguramente no lo puedan atender por la falta de todo; o privado, donde lo más probable es que no lo puedan atender por falta de dinero del interesado. Solo el ingreso en un centro privado de salud son cientos de dólares, algo imposible de pagar para la mayoría de los venezolanos, resignados a vivir con sueldos miserables devaluados por la grave crisis económica que sufre el país.

Pasan unos quince minutos y los dos chicos siguen sin moverse del asfalto, pero los vecinos les tocan las piernas, las manos y las cabezas torcidas para comprobar si reaccionan. No hablan, pero respiran y gimen; y los mirones hacen todo lo que cualquier cursillo barato de primeros auxilios enseña el primer día que no hay que hacer.

La moto y la bicicleta están tiradas en el suelo destrozadas y un grupo de jóvenes se las lleva, hay sangre en el pavimento de alquitrán. Por fin aparece un jeep y entre todos los presentes que soportan la escena sin pestañear les levantan del suelo cogiéndoles de las extremidades y les lanzan dentro del 4x4. La estampa es dantesca, pero es todavía peor la naturalización con la que los vivos de Carpintero parecían haber despedido a esos dos muchachos conocidos o no, pero a los que en menos de un segundo dieron por muertos sin pena ni esperanza. La vida no vale nada en Venezuela.

¿Un deporte extremo?

Alexander, un motorizado de 30 años que ha acudido a la cita de las piruetas, y que lleva una camiseta de colorines con el nombre de The Doctor (Rossi) por todas partes, explica que las quedadas para hacer caballitos, giros o el movimiento superman en el aire, son ilegales y que a veces les persigue la policía, aunque las autoridades no suelen ser un problema frecuente porque hasta allí llegan poco.

Nos gustaría que esto se considerase un deporte extremo y que el gobierno nos ayudase con dinero”, dice. “La policía viene por aquí porque hay mucho delincuente que anda en moto, pero no somos nosotros. Para nosotros es un hobby”. La policía suele perseguirles cuando buscan su propia tajada, o andan cortos de coima (pago, vacuna, sobornos callejeros) mensual. Entonces toca correr y abandonar la competición a medias hasta el próximo domingo, si la lluvia y Dios lo permiten. La religión importa casi tanto como las vueltas en el aire.

“Esto de la moto es una cosa de sangre. Un tío mío me decía que para qué lo hacía si no había beneficio, pero lo importante es como uno se siente encima de la moto, y uno se siente libre y además llama la atención porque todos te miran”, cuenta Alexander con palabras entrecortadas, como si fuese la primera vez que lo intenta explicar en voz alta.

Cuando cae la noche la fiesta continúa. Los espectadores forman un círculo y los jóvenes a cargo del entretenimiento, con su hombría caribe en disputa, comienzan a deleitar a los presentes con piruetas más técnicas y controladas en menos espacio, subiendo de paquete (o parrillera, como se dice en Venezuela) a las voluntarias más atrevidas, previo contacto al presumible sexting posterior; o cargando sobre sus hombros a su primo o amigo de la banda.

Solo los aplausos y los gritos de ánimo entremezclados con el anís áspero rompen el ruido único de los motores puestos a punto para el post confinamiento.

“Bendiciones”.