Montilla-Moriles, el camino de La Inglesa

  • Viajamos con Armando y Juanma del Rey, de El Corral de la Morería, por campos cordobeses

  • En Moriles nos encontramos con Antonio Doblas, padre e hijo, cuyo abuelo compró El lagar de las Feas, que han integrado en sus bodegas

  • En la localidad de Montilla se levanta el palacio neoclásico de La Inglesa, donde el tiempo permanece quieto, en la inmovilidad de la historia

Resulta curioso pensar que para contar la historia de un vino haya que recurrir a una parte de la Historia de España. Los vinos de La Inglesa y su relato los conocí en ese lugar que también cuenta hermosas historias de otra época, El Corral de la Morería, en donde me los dieron a probar y me hicieron cómplice del cuento. Fue allí mismo, en ese latido sureño de Madrid, en el que nos conjuramos para visitar la zona y disfrutar de los tesoros centenarios de la bodega de Montilla. Teníamos que ir en mayo, ese tiempo que es estrofa de la copla de los maestros Quintero, León y Solano, espacio en plenitud de rosas, claveles y buganvillas, de “embriagadora eternidad de flores” que decía el poeta; de patios. Mayo es un tiempo de vísperas, es el mes en el que el sol sonríe como quería Juan Ramón Jiménez, en el que el verano es un país vecino. Por mayo era mayo, otra voz poética. Y fuimos.

Viajar con Armando y Juanma del Rey es recibir un magisterio en el espacio de lo breve. Llegar a Córdoba es encontrarse con la hospitalidad de brazos abiertos de su madre, Blanca, la diosa del mantón. Pasear con ella por la ciudad es una experiencia afectiva sin tregua. Pero habíamos de ir a Moriles y a Montilla, nuestras “ítacas” deseadas. Para llegar hay que recorrer un paisaje alfombrado de olivos y viñedos; un espacio ondulado con terrenos alomados y pueblos blancos que desprenden una inesperada serenidad. Para una mejor descripción nada como hacerse ayudar por quien sabe mirar mejor y además ha nacido en la zona, en Montilla; María José Ruiz, pintora hiperrealista contemporánea, académica correspondiente de la Real Academia de Córdoba. Su mirada sabe de nubes, de gestos, de paisajes, de la contemplación de los pueblos desde sus afueras. Es la dueña de este territorio: “Como Toledo o Nueva York, Montilla es una ciudad que tiene perfil, un perfil de esos que se dibujan fácilmente con el dedo. O con el pincel, como es mi caso.

En plena campiña cordobesa, se alza una cresta neural que recoge, ordenadas, las iglesias, casas y palacios de sus ilustres habitantes. Cuando abandonamos este horizonte, skyline o línea de cielo, como se dice hoy día, y miramos alrededor, nos encontramos con uno de los paisajes más dulces y envolventes de todas las tierras fértiles del Mediterráneo.

Suaves, ondulantes colinas, conjugan el hechizo de cultivos milenarios, geométricamente trazados en hileras perfectas de vides y olivos, con la magia del caos báquico de sus lagares, esparcidos al azar sobre este fructífero enclave.

Aquí, Dionysos está por todos lados. Su cohorte de bellas bailarinas, engalanadas en pámpanos de rizos infinitos, se balancean con cuidado para no caer en pecado antes de tiempo, pues aquí el único sería el de no florecer, madurar, morir y resucitar en forma de vino.

Todo a su momento y a su matiz: desde aquel marzo de verde cromo o este junio de Nápoles amarillo hasta el áureo septiembre -mes amado, por obvias razones fúlgidas-, de color y olor mosto.

Porque para mí, montillana de nacimiento, no existe luz más esplendorosa que la del primer-otoño-casi-aún-verano que identificamos con nuestra Vendimia, la primogénita, creo, de todo el Hemisferio Norte.

Y es que aquí, no hacen falta fórmulas alquímicas: aquí, lo natural es convertirse en oro.

Aceite, trigo, vino, mítica tríada dorada de nuestra gastronomía, que da forma y sentido a un paisaje, como ejemplo exquisito de que no existe ética sin estética”.

En el poema “Paisaje” escribió García Lorca: “El campo de olivos se abre y se cierra como un abanico”.

El lagar de las Feas

En Moriles nos esperaban Antonio Doblas, padre e hijo, continuadores de una saga dedicada a la ganadería, el olivar y el vino. Su bodega en esta localidad viene desde que su abuelo comprara este lagar a sus vecinas, El lagar de las Feas, que han integrado en Bodegas Doblas, creada por su padre, Antonio “Curro” Doblas Alcalá en 1984. A Antonio (de idénticos apellidos que su progenitor) le pido que abra el fuego de esta conversación (la de hoy será circular, a varias voces) y me cuente como nació esta cuna de vinos: “Pues no podría darte la fecha exacta de cuando mi abuelo, otro Antonio Doblas Gutiérrez, compró este lagar a aquellas señoras a las que en Moriles apodaban “Las Feas”, ya sabes cómo son los pueblos en los que resulta raro que alguien no tenga un mote. Mi abuelo decidió llamarlo así con el sobrenombre de sus propietarias y también estableció aquí su molino de aceite, aunque quién relanzó la bodega fue mi padre”.

Llamo a Santi Carrillo, sumiller del El Corral de la Morería, el hombre que sabía demasiado de Montilla-Moriles, pocas personas tienen su conocimiento sobre los vinos de este territorio: “La denominación de origen Montilla-Moriles se sitúa en la provincia de Córdoba, al sur de la capital en plena campiña cordobesa. A día de hoy, engloba a diecisiete municipios, cuatro mil novecientas hectáreas de viñedo, dos mil agricultores y cincuenta y cinco bodegas. Quedan atrás aquellas casi treinta mil hectáreas de los años ochenta del siglo pasado.

Hay constancia de viticultura y crianza de vino en la zona desde la época romana, dominación musulmana, posterior reconquista cristiana, hasta nuestros días. En el siglo XIX llega el sistema de criaderas y soleras, revolucionando la crianza que había hasta la época. El siglo siguiente, XX, traerá el primer estatuto del vino (1932), el cual se puede considerar el origen de las primeras denominaciones de origen. Montilla-Moriles se encuentra entre ellas, junto a Jerez, Málaga, Rioja y Tarragona.

Respecto al clima, se encuadra dentro del subcontinental mediterráneo. Veranos cálidos, largos y secos con inviernos cortos y suaves. Tiene un elevado número de horas de sol (>2800 h), con una pluviometría baja (500-900 mm/año). Esta climatología incide en las condiciones vegetativas de la planta, siendo la primera vendimia de Europa.

Las variedades reconocidas por el Consejo son Pedro Ximénez (mayoritaria y auténtica reina de la zona), junto a variedades como Baladí y Montepila. También se reconocen y están autorizadas Airén, Moscatel, Torrontés, Sauvignon Blanc, Chardonnay y Macabeo. Estas últimas son prácticamente residuales. En el viñedo, encontramos dos sistemas de plantación: en vaso y en espaldera.

Respecto a los suelos, principalmente existen dos. Apoyándose en ellos el Consejo Regulador para hacer la clasificación vigente en la zona: Ruedos (tierras arcillosas) y Zona de Calidad Superior (albarizas). Las albarizas, que encontramos en la Zona de Calidad Superior, son de antehojuela (principalmente Sierra de Montilla) y de barajuela (principalmente Moriles Altos).

La elaboración de los vinos se hace de forma natural, sin necesidad de añadir alcohol vínico (encabezado) ya que por las condiciones geoclimáticas y por la variedad (Pedro Ximénez) se alcanza la graduación y condiciones necesarias para que la levadura actúe creando el velo de flor característico en los vinos generosos de crianza biológica.

De igual manera, el paso de los vinos de crianza biológica (Fino) a Amontillados (crianza oxidativa) suele también desarrollarse de forma natural, sin necesidad de encabezamiento”.

Estamos en sus manos para el vino del aperitivo, Santi ha elegido un fino en rama de La Inglesa que descorchamos con la debida obediencia y pidiéndole que nos ilustre al respecto. Santi ejerce también como director técnico de la bodega: “Este es un vino procedente de los pagos de Moriles Alto. Partiendo de vinos de tinaja de segundo año de Pedro Ximénez, desarrolla una crianza biológica, bajo velo de flor, en botas viejas de roble americano (procedentes de la casa Domecq), mediante el sistema de criadera y solera tradicional de la zona.

En el caso de La Inglesa, se siguen realizando las sacas (embotellados) mediante el sistema tradicional de la zona incluyendo conjuntos de varias botas. Se elige un conjunto de botas para la saca de cada estación (invierno, primavera, verano y otoño). Se decide en cada saca qué botas van a participar y en qué proporción, no siendo siempre las mismas.

La localización de la bodega, en la sierra de Montilla, le aporta un microclima muy singular. Además, su construcción y edificación hace que las levaduras se desarrollen de forma especial, obteniendo un vino con notas organolépticas únicas.

La edad media de vejez está entre los seis y siete años, pudiendo mostrar un color amarillo pajizo con tonos verdosos limpios y brillantes.

De nariz punzante, además de recuerdos a levadura y toques almendrados.

En boca, ligeramente amargo y salino produciendo sequedad en el paladar manteniendo una gran persistencia”.

Como en los versos del poeta cordobés, Ricardo Molina: “Voz profunda de la armoniosa tierra mía, claro vino andaluz”.

Camino de La Inglesa

Con la primavera floreciendo en el aire emprendimos camino a Montilla y allí, en medio de una inmensidad de cielo y tierra, se levanta el palacio neoclásico de La Inglesa en donde el tiempo permanece quieto, en la inmovilidad de la historia, de un relato que arranca en el siglo XVIII con Diego de Alvear y Ponce de León, nieto de otro Diego de Alvear, fundador de la bodega con su apellido en esta comarca. Se formó como marino de la Armada Española y en el virreinato de La Plata en Argentina fue el encargado de delimitar las tierras de España y Portugal. Allí se casó con Josefa Balbastro y tuvo nueve hijos.

En agosto de 1804 salió de Montevideo una flota integrada por 4 fragatas: Nuestra Señora de las Mercedes, La Fama, La Clara y La Medea, a esta última hubo de trasladarse Diego porque el segundo comandante cayó enfermo y así lo marcaba el protocolo, su familia y sus riquezas acumuladas durante su estancia en América viajaban en Nuestra Señora de las Mercedes. A bordo de la flota venía también un cuantioso cargamento de oro y plata que el Rey de España había mandado acuñar y traer de Lima. En octubre de ese mismo año y a la altura del Algarve fueron atacados y abordados por la flota de guerra británica, a pesar de estar bajo un tratado de paz que regía desde dos años atrás. Este incidente bélico originó que España declarara la guerra a Inglaterra dos meses después.

La Mercedes se hundió, su historia se prolongó con el litigio entre España y la empresa cazatesoros Odissey que localizó sus restos en el 2007, don Diego fue apresado y llevado a Inglaterra donde permaneció retenido, eso sí con honores, durante un par de años. En este particular cautiverio conoció a Luisa Rebeca Ward de quien se enamoró. Se casaron y tuvieron 7 hijos. Regresaron a España, a su tierra natal a Montilla y en prueba de amor y en la deferencia a su gusto por los vinos sherry, Diego de Alvear decidió construir un palacio y un lagar a su mujer a quien nadie en el pueblo llamaba por su nombre, la conocían como “La Inglesa” (aunque Rebeca era irlandesa). En ese mismo lugar existía desde el S. XVI el Lagar de la Concepción y sobre esa construcción se forjó el “Lagar de la Inglesa”.

La periodista y escritora, Mari Pau Domínguez escribió un libro sobre Diego, Las dos vidas del capitán (Grijalbo, 2014). Le llamo para hablar de este ilustre ciudadano: “Nunca he encontrado a un personaje tan de novela como el capitán don Diego de Alvear y Ponce de León, en cuya figura se condensa casi un siglo de historia de España. Lo considero uno de nuestros últimos héroes, a quienes la propia historia parece empeñada en relegar a los márgenes de las páginas que va escribiendo. Ese es el origen de Las dos vidas del capitán, novela con la que espero haber contribuido a rescatarlo de un inmerecido olvido.

Sirvió a la Corona española durante sesenta años, la mitad de ellos en América. Y Montilla siempre viajó con él, porque la cuna y el origen de lo que somos nunca se desprende del corazón. Alvear era un hombre de tierra y campo pero también de cielos y estrellas. A él se le debe la primera anotación del avistamiento de un cometa en tierras americanas; sucedió la noche del 11 de enero de 1784. Otra madrugada, la del 5 de octubre de 1804, partió su vida en dos cuando regresaba a España. En la Batalla del Cabo de Santa María lo perdió todo, menos a su hijo Carlos, el primogénito, de catorce años. Alvear es una gran lección de vida, la de cómo levantarse una vez y otra a pesar de sufrir tragedias que parecen insuperable. Jamás se rindió ante nada. Tres años antes de su fallecimiento, el gran molino de aceite de su finca de Montilla, junto a las bodegas, quedó arrasado por un incendio. Cuando Diego entendió que todas las personas que intentaban apagarlo no lo conseguirían, subió al tejado de su casa junto a su hija Sabina a contemplar el bello espectáculo de las llamas. Así era ese hombre acostumbrado al infortunio.

Murió el 15 de enero de 1830. El azar quiso que fuera un viernes. Él siempre había dicho que el viernes era el mejor día para morir”.

El lagar se incendió en el 1827 y a finales del siglo XIX, su nieto Francisco de Alvear, Conde de la Cortina, decidió reconstruirlo y así se conserva ahora. Este noble fue uno de los grandes impulsores de la D. O. De Montilla-Moriles y personaje decisivo en el mundo del vino de esta zona.

Decía Cervantes que la historia es “el depósito de las acciones” y sostenía Benedetti que “la historia tañe sonora su lección como una campana”.

Un fino pasado y la bota cero

En el año 1965, el mencionado Antonio “Curro” Doblas, empresario de ganado bravo, olivarero y bodeguero compró también el palacio y el lagar a los descendientes de Alvear y lo convirtió en una residencia familiar en la que sus hijos jugaban y correteaban en verano y en los tiempos vacacionales. El edificio tiene ese aire de singularidad que le confiere un cierto dominio del paisaje. Recorrer su interior es entregarse a la sorpresa, a la perplejidad del tiempo varado. Allí están la memoria de Luisa Rebeca Ward y de los Alvear antepasados y luego están la bodega, el lagar y sus cientos de botas acunando sueños, vinos dormidos y vivos en estado de quietud, educados en la virtud de la paciencia. Los relojes aquí no tienen horas y la hora del almuerzo se nos echa encima sin sentirla. Antonio, rodeado de su familia despliegan a toda vela su hospitalidad y afecto y nos sentamos a la mesa a dar cuenta de un magnífico perol cocinado por su amigo, el cocinero Rafael Hidalgo, ese plato típico que tanto ponderaba el recordado Tico Medina. El primer vino de acompañamiento de la comida es un fino pasado que ha elegido Armando del Rey que nos lo ilustra: “Tipología tradicional de vino de crianza biológica en el cual, por su vejez, se debilita el velo de flor y empieza a aparecer la crianza oxidativa de forma progresiva. Dando como resultado, un maravilloso vino en el que va cambiando sus características de crianza biológica y lentamente aumentando su graduación alcohólica (15.7% vol). Es el paso natural de fino a amontillado. Es la expiración (momento en el que se une la vida y la muerte). Es considerado, por algunos, como una primera criadera de amontillado. Para otros, aquella tipología antigua de Fino Amontillado. Pero sin lugar a dudas, es un vino con carácter propio y alma única de Moriles y su zona de influencia. Un maravilloso ejemplo de la longevidad de la Pedro Ximénez de Moriles.

De precioso color dorado con tonos ocres verdosos brillantes, limpio. Tanto en nariz como en boca, mantiene su base de crianza biológica muy presente. Aunque de forma más sutil debido a su vejez y crianza extrema. En nariz, presenta aromas a pan y repostería al horno, fruta blanca madura (pera). En boca, recuerdos a frutos secos (nueces, almendras secas). Recuerda al vino de tinaja que fue y persiste en el tiempo. Un vino largo, que a pesar de su vejez, mantiene frescura, sutilidad, equilibrio. Amplitud y persistencia”.

Estos vinos son un mundo aparte, un patrimonio exclusivo guardados en la humildad y en el cariño de esta familia dedicada a este negocio desde hace varias generaciones. Antonio Doblas Cuenca, el más joven de los Doblas, es ingeniero agrónomo y el encargado de dar continuidad al linaje, de garantizar que los tesoros no se pierdan, que se mantengan en esta especie de reino secreto que hay que saber encontrar: “Me he educado aquí, entre botas, lo mismo que hicieron mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo. Mi trabajo es contribuir al desarrollo de esta labor y lograr hacer buenos vinos, los mejores”.

En el transcurso del almuerzo, Antonio Doblas padre nos confiesa que pasaron el período de confinamiento aquí y que eso “fue un reencuentro, porque la verdad teníamos un poco olvidada La Inglesa a la que dedicábamos tiempo los fines de semana y en períodos vacacionales. La hemos recuperado. La sentimos por tanto más nuestra. Ha sido como recuperar una parte sentimental muy importante de nuestras vidas”.

Llega el momento culmen, como la subida de Moisés al Sinaí, entramos en la llamada “sacristía”, donde están las 12 botas centenarias, erguidas, acostadas las unas sobre las otras como los mandamientos de la ley. “Cuando me siento enfrente de ellas tengo la impresión de estar frente a la historia”, dice Antonio con una mezcla de emoción y orgullo.

Hay en la estancia una luz de lo eterno, un silencio catedralicio para una compañía insuperable. Esas botas son las voces de las cosas, un lienzo reverencial, la exportación de una historia venida de lejos, atravesada por el tiempo. Entre ellas está la joya de la corona, La Bota Cero, la fundacional, que se calcula que data de 1870, un vino único que solo han probado los integrantes de esta familia y unos pocos clientes de El Corral de la Morería. La venencia vuela y se derrama en nuestras copas con un aire bautismal, Juan Manuel del Rey nos envuelve a los asistentes con su palabra emocionada: ”La primera bota de la sacristía de La Inglesa. Esta bota contiene un magnífico amontillado proveniente del conjunto de un amontillado viejísimo que estaba en el palacete bodega junto a la selección personal de amontillados viejísimos de Moriles seleccionados y adquiridos por D. Antonio Doblas Alcalá. Entre alguno de estos amontillados, se pueden encontrar el amontillado viejísimo solera 1886 del Lagar de la Higueruela y otros amontillados viejísimos de lagares desaparecidos de Moriles (Las Manillas, Los Toledanos, El Bombo y Quinas. Soleras únicas y más antiguas de Moriles).

Partiendo del conocimiento que le transmitió Antonio Doblas a su hijo, éste estima que la vejez de la bota está por encima de los ciento cincuenta años. Estando desde su conjunto en una crianza estática y no habiendo tenido nunca una saca comercial. Siendo únicamente pinchada por la familia para su disfrute.

Hablamos de un amontillado con un carácter único, donde se aúna la máxima potencia con una exquisita elegancia, una fuerza indomable con una finura sutil, largo larguísimo, lleno de vida, pasional, a priori un muro infranqueable que da paso, a posteriori, a un mundo de sensaciones inigualables, llenas de placer.

Desde un punto de vista más técnico, hablamos de un color rojo cobrizo brillante e intenso, muy oscuro. La nariz es plena, teniendo el alcohol muy bien integrado y equilibrado. Llena la boca, un torbellino que da paso a un mar de placer en calma donde se quiere más. Encontramos todos los sabores de un grandioso amontillado: frutos secos de calidad, maderas nobles, umami, notas minerales, caramelos…En pocas palabras: una locura”.

Escribió otro poeta cordobés, Pablo García Baena, que “el vino, tan cotidiano… es el gran milagro de los pueblos”.

Nos despedimos y nos conjuramos para volver a este lugar de elocuencias pretéritas, de ilusiones, de una memoria inabarcable. Los Doblas son un prodigio de hospitalidad, su costumbre es dejar siempre la puerta entreabierta para el regreso. El coche rueda de vuelta a Córdoba cruzando tierras de albariza, de colores pálidos, de un sol en caída que anuncia un hermoso crepúsculo. Recuerdo los versos del maestro Cunqueiro: “Vendrán con sus almas los vendimiadores y verán la uva muriendo de amores”. Como las de Luisa Rebeca, “La Inglesa”.

Palabra de vino.