Lucha contra la adicción

Pablo Ojeda, del infierno de la ludopatía a ser un experto en nutrición: “Me costó más dejar de mentir que de jugar”

Portada de 'Cuando me alimenté del juego'
Portada de 'Cuando me alimenté del juego'. Alienta
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Pablo Ojeda no necesitó tocar fondo una vez, sino muchas. La ludopatía, como otras adicciones, no aparece con estruendo: se cuela en la vida disfrazada de ocio, de rutina, de estímulo. “Lo escribo como quien se tatúa su condena en la piel. Lo escribo… y me quedo mirando esas palabras como si no fueran mías. Pero son mías”, reconoce en las primeras páginas de su libro ‘Cuando me alimenté del juego’.

Lo que comenzó con unas monedas en la tragaperras de un local bajo su casa acabó convirtiéndose en una espiral de mentiras, ruina y desesperación. “Yo ya empecé a pensar que tenía un problema cuando me inventaba informes de trabajo para ir a jugar. Ahí supe que eso no era normal”, nos cuenta. Y aún así, no pudo parar.

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La doble vida del ludópata

A lo largo de más de 200 páginas, y con una honestidad descarnada, Ojeda describe cómo el juego contaminó todas las esferas de su vida. Profesionalmente dejó de rendir, mentía a sus jefes, evitaba llamadas. En lo personal, se convirtió en un experto en engañar a su entorno: pareja, padres, amigos. “Lo que más me costó no fue dejar de jugar, fue dejar de mentir. Tu vida entera se convierte en una mentira, y eso es agotador”.

No se trata de simples declaraciones aisladas de un caso concreto. Según datos de la Federación Española de Jugadores de Azar Rehabilitados (FEJAR), la ludopatía afecta a más de 400.000 personas en España, y las cifras no dejan de crecer según la ONCE y Cruz Roja.

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Entre los momentos clave de la trayectoria de Pablo, este nos habla de su primer contacto con un casino en Sevilla: “Fue un estímulo bestial. El vértigo de la ruleta, la posibilidad de ganar 3.600 euros... Ahí el juego dejó de ser un pasatiempo”. Lo que buscaba no era el dinero, sino esa sensación de poder, de tener la suerte de su lado.

Esa es una de las claves de su relato: el ludópata no busca enriquecerse. Busca sentir que puede ganar. “Por eso aunque gane, no puedo parar. Porque necesito volver a tener esa sensación”, explica. Esa necesidad se convierte en un hambre que no se sacia nunca.

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Una adicción sin glamour (pero con muchas víctimas)

El relato de Pablo en ‘Cuando me alimenté del juego’ no rehúye los episodios más duros que suelen acompañar a esta adicción. Habla de intentos de suicidio, de la propuesta real de vender un riñón, del empeño de joyas familiares. De estar tan abajo que dejarse caer parecía más fácil que levantarse. “Lo más oscuro no fue pensar en vender un riñón, fue pensar en el suicidio. Porque ahí ya no buscas una salida, buscas que se acabe todo”.

Los efectos colaterales de esta situación fueron completamente devastadores: familiares dolidos, parejas heridas, hijas invisibilizadas. Y, sobre todo, una autoestima hecha trizas. “No puedes amar bien si no te amas a ti mismo. Por eso aquella relación estaba condenada”, reconoce.

Pablo Ojeda

Sin embargo, lo que marca el punto de inflexión no es una gran epifanía, sino la terapia prolongada y un nuevo propósito: estudiar nutrición. Ojeda lo hizo para “rellenar el vacío del juego” con algo que también exigiera disciplina y lo conectara con otras personas. Así nació su vocación como divulgador en salud, y su centro Vitamind.

Desde entonces Ojeda ha aparecido en distintos programas y medios, y se ha terminado convirtiendo en todo un referente en nutrición, tras años de esfuerzo y estudio para reinventarse. “La manera en que comemos refleja cómo vivimos. Por eso la obesidad no se explica solo con calorías, sino con contextos emocionales”, afirma. En su caso, fue también una vía para entender su pasado y prevenir futuras recaídas. 

¿Se puede curar una adicción como esta?

Ojeda lo tiene claro: la adicción no se cura, se gestiona. “Mi adicción no ha desaparecido, solo duerme”. Por eso hoy estructura su vida con rutinas, deporte, meditación y límites. “Yo hago deporte para emborracharme de endorfinas. Me cuido de no trasnochar, de no discutir. Porque si salto tres barreras, tengo otras cinco detrás”.

En realidad, la historia de Pablo Ojeda no es un mensaje de autoayuda, ni tampoco un cuento de redención edulcorado. Es el testimonio de alguien que cayó muy bajo y ha tenido el valor de narrarlo con una crudeza que interpela al lector. Alguien que, como recuerda al final, “puede contarlo porque ahora puede hacerlo. Pero hace unos años, no habría sido posible”.

Y esto convierte a este libro en algo más que una confesión: en una advertencia y en una esperanza.