Condecoraciones y testosterona

telecinco.es 19/11/2012 00:19

No le cabía una condecoración más. Su uniforme hablaba de grandes hazañas y su curriculum, también. El general David Petraeus tenía, lo que los militares consideran, una impecable hoja de servicios. No había fallado en ninguna de las acciones militares que su país le había encomendado. En todas las guerras que llenan de cadáveres nuestra memoria reciente, había conseguido hacer su trabajo con profesionalidad y ser reconocido por ello. Tal es así que llegó a tener la máxima responsabilidad de los ejércitos y de la Agencia de Inteligencia de su país, de los Estados Unidos de Norteamérica. Era el hombre sin tacha. Pero ya todo eso puede haber quedado para el olvido porque el ser humano que respira debajo de todas esas medallas ha cedido a su testosterona; el sexo ha sido más fuerte que los tanques de Afganistán.

Los hombres tienen un serio problema entre las piernas. Los hombres, por lo visto, están hechos para expandir su simiente por el planeta y así evitar que nuestra especie desaparezca. Los hombres tienen, lo han tenido a lo largo de toda la historia, un arma mortífera que puede con ellos, que muchas veces no controlan. Ellos, los pobres, no pueden evitar seguir un instinto poderoso, irresistible; un instinto que para ser útil muchas veces es ciego. Si no fuera así ¿cómo puede un hombre como Petraeus ser incapaz de prever que aquellos placeres estaban haciéndole correr serios peligros? Él que, sobre el papel, tenía todos los datos, todas las informaciones posibles, fue incapaz de controlar su arma y ahora andará lamiéndose las heridas con absoluto desconcierto. El general ha quedado desnudo frente al mundo y ninguna de esas brillantes condecoraciones es suficientemente grande para tapar la atracción y el erotismo.

Una vez más, el relato que tantas veces hemos conocido, va complicándose conforme pasan los días y los protagonistas se multiplican. Todos acabarán ganando dinero, como dice hoy Mario Vargas Llosa en su artículo de “El País”, pero a mí la que ahora me retiene es Holly.

Holly es la mujer de Petraeus.

Holly que, según opinión de amigos cercanos, es una santa, como su nombre indica, estará pasando malos momentos y me la imagino atando cabos para cuadrar el puzle que la vida le ha colocado delante. Holly, esposa en la sombra del militar brillante, madre de dos hijos que conocerá ella mucho mejor que su marido; Holly, encargada de mantener la intendencia de una familia que no podía vivir de las hazañas bélicas porque como cualquier otra tenía que pagar facturas; Holly, una mujer que se ha dado de bruces con los mensajes de amor que ese hombre ejemplar llevaba enviándose, desde hacía mucho tiempo, con aquella mujer que solo quería escribir una tesis sobre su marido.

Me la imagino desorientada, como cuando te revuelca una ola en una playa y al salir a la superficie no sabes bien donde encontrar el equilibrio perdido. Recibirá consejos y ayuda, pero nadie mejor que ella sabrá que está siendo una nueva protagonista de la historia eterna: el poder de las hormonas. Ahora Holly tendrá que aprender a vivir otra vida lejos de Irak, de Afganistán, de Haití o Siria; lejos de todo eso que llenó la guerrera de su marido de condecoraciones sin haber logrado encontrar en su cerebro el botón que le permita controlar su arma mortífera, su testosterona.