Paradojas del recogimiento de masas y un papamóvil más veloz que de costumbre

AGENCIA EFE 07/11/2010 14:38

Ambas bordean la edad de jubilación y han venido a Barcelona por la visita del Pontífice. La primera habla en castellano, la segunda en catalán, pero son las paradojas que tienen las aglomeraciones: personas desconocidas acaban entablando conversación.

"No me han dejado entrar en la Monumental y he tenido que seguir la misa en un bar, aunque se veía bien, que tenía la pantalla muy grande", se lamenta Julia, quejosa de la organización y agradecida al dueño del bar, como si éste no hubiese instalado la televisión de plasma hace mucho tiempo para ver, sobre todo, partidos de fútbol.

"Pues nosotras venimos de Sant Joan de les Abadesas y hemos estado en la Avenida Gaudí. Lo hemos visto muy bien cuando entraba y ahora lo queremos ver cuando se marche, porque para verlo por la tele ya lo veo en mi casa", apunta Nuria.

En ese momento ambas se avisan y preparan sus cámaras de fotos...¡Viene el Papa!.

Pero el papamóvil pasa a una velocidad de bastantes kilómetros por hora por encima de lo habitual en este vehículo. A la gente casi no le da tiempo a aplaudir. Julia y Nuria no dicen nada, pero en su cara se percibe un regusto de decepción, un poco al estilo de "Bienvenido Mr. Marshall".

Es curioso que un hombre de perfil intelectual y reflexivo como Joseph Ratzinger -no en vano fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y por tanto responsable de mantener las bases teológicas de la Iglesia Católica- haya acabado sujeto a las mismas reglas que su predecesor, el "mediático" Juan Pablo II. Las mismas reglas que marca la pantalla de un bar, que igual sirve para un partido de Liga que para la consagración de una basílica.

A los dos lados del cristal blindado del papamóvil el heredero de Pedro y su séquito son víctimas de la dictadura mediática, ajena a cualquier espiritualidad que no sea la de los implacables índices de audiencia.

La pantalla lo agranda todo, como se ha demostrado hoy durante el sermón, cuando los asistentes en la Monumental han aplaudido y jaleado las frases de Benedicto XVI que se referían a los derechos de los gestantes y, por tanto, coincidían con la ideología dominante entre muchos de los presentes.

Al final del sermón también ha emergido un largo aplauso en la plaza de toros, como si el espíritu del espectáculo para el que se ha diseñado el coso se hubiese apoderado de lo que, en principio, debería haber sido una liturgia de meditación y recogimiento.

Fuera de la plaza muchos curiosos. Como Jacinto, que ha venido paseando desde el barrio vecino del Clot pero que advierte que si el Papa no aparece en diez minutos se va porque su mujer le espera para comer. O Ana, vecina de Sagrada Familia y que quiere ver al Papa, que para eso la policía le ha requisado el DNI para bajar a por el pan y no se lo han devuelto hasta regresar con la 'baguette'.

Es lo que tiene cualquier espectáculo de masas: mezcla a creyentes con curiosos y luego cuesta distinguir a las ovejas descarriadas. Así, volviendo al escenario inicial de la calle Marina, un grupo de entusiastas intentaba que no decayese el ánimo gritando ante la indiferencia general: ¡Viva el Papa!.

Lo hicieron varias veces, hasta que un gracioso, emboscado en la aglomeración, replicó: ¡Y viva la mama!. Nadie se rio y la gente decidió seguir esperando en silencio. Como en silencio se recibió el fugaz paso papal camino de su comida privada en el arzobispado.

Por lo menos no ha llovido a cántaros, como en la visita de Juan Pablo II en una misma fecha del ya lejano 1982.

Por Marcos Lamelas