Opinión

Sal y palabra: Cantabria, dos días y dos mesas

Los platos de Cenador de Amós, una de las grandes joyas culinarias del norte de España
Los platos de Cenador de Amós, una de las grandes joyas culinarias del norte de España. Cenador de Amós
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En Santoña, la tarde iba cayendo con esa luz baja que acaricia los muros húmedos, como si la noche quisiera anunciarnos que iba a quedarse a dormir en las calles. Ante nosotros, desde el ventanal del Hotel Juan de la Cosa, la Playa de Berria, ese arenal largo y elegante que parece pintado con acuarela fina. Las olas en la orilla cantando los versos de Cernuda: “mar lejano y próximo a la vez”.

Amparo, Sonia, Javier y un servidor llegamos con las manos llenas de curiosidad y un apetito dispuesto a dejar huella. En los deseados abrazos de Vera y Jesús Ruiz Mantilla estaban depositados un compendio de bienvenidas, de calidez, hospitalidad y promesas de bienestar. Una constelación de afectos cántabros.

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Nos encaminamos a cenar en el Bar Solana, en el Mirador de la Bien Aparecida, vecino al Santuario. De ida, atravesamos el bosque de conserveras de Santoña, un laberinto de naves y chimeneas bajas donde el aire huele a salazón y a paciencia. Aquí la anchoa no es sólo un producto: es una bandera, una marca de trascendencia universal. Mujeres de manos ágiles, como pianistas del mar, limpian y filetean con una precisión heredada de generaciones. Entre paredes de azulejo blanco y cajas de madera, la historia industrial y marinera late a un ritmo propio, tan constante como las mareas.

En el establecimiento de Nacho Solana, la tradición marinera se viste de respeto al producto. Croquetas que se deshacen como si alguien hubiera escondido nubes en la bechamel; pimientos, “el caviar de Ampuero”, que juegan a ser lujo sin perder la humildad; un tatín de cebolla caramelizada que es puro caramelo salado. Después, bocartes fritos que saben a puerto recién amanecido y maganos de textura sedosa. El steak tartar llega con su picante medido, como un verso bien cortado. Los callos, con esa contundencia que recuerda que en el norte la cocina se hace para recordar inviernos en verano; solomillos perfectos, y para rematar, un trío dulce: arroz con leche de cuchara lenta, torrija como abrazo de abuela y lemon pie fresco como un chapuzón en septiembre.

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Los pimientos de Bar Solana

Y en medio de todo, el Altún 2022. Más que un vino, un hilo conductor. De entrada, fruta roja que saluda como un viejo amigo, luego notas de regaliz y una madera leve que acompaña. En boca es joven, sí, pero con una estructura que promete historias largas. Tiene esa redondez que no se enseña: se hereda. Un latido de Baños de Ebro.

De fondo el paisaje del Valle de Soba, parecía encenderse un poco más. Como escribió José Hierro, “el vino no da la felicidad, pero ayuda a recordarla”.

Pasear por Berria y El Buciero

La Playa de Berria se despierta envuelta en una bruma ligera. Es una hermosa lengua de arena dorada que respira entre el cielo y las olas. Iniciamos un paseo lento y luego el ascenso al Monte Buciero, un templo de verdes y grises, con senderos que huelen a eucalipto y a leyenda y, arriba, la vista es de novela. Subimos entre charlas y silencios, encontrando miradores donde el viento parecía dictar versos antiguos. Como los de Gerardo Diego, santanderino de mar y soneto: “Oh mar, sin más allá, mar sin orillas, mar de mi juventud, mar descubierto”.

La contemplación del Faro del Caballo fue un descenso hacia el azul. Los peldaños empinados parecían querer probarnos, pero desistimos del esfuerzo. En lo alto, el horizonte se abría como un libro recién editado. Vera, fijó su mirada en el infinito para señalarnos que allí el tiempo no es una línea, sino un vaivén. Mientras, Jesús nos remitía a su reciente retrato de Cantabria en El País: “ Esta tierra guarda secretos bajo su belleza desarmante”.

Bajando el Buciero, a nuestros pies, en un extremo de playa, se alza silencioso el penal de El Dueso, cuya silueta impone respeto. Entre sus muros han pasado nombres que resuenan en la memoria: José Hierro, que aquí sufrió la humedad de las celdas; los dramaturgos Buero Vallejo y Rivas Cheriff que llegaron a crear una compañía teatral; Ramón Rubial, que encontró en el encierro una forja para sus ideas; Simón Sánchez Montero que persuadió a Eleteurio Sánchez, “El Lute” para que aprendiese a leer; y tantos otros que hicieron de esas paredes un archivo de historias no escritas. Desde la arena, su perfil parece recordarnos que la belleza del mar y la dureza de la vida pueden coexistir a pocos metros de distancia.

Comer en el Cenador de Amós

En el retrovisor, Santoña se despedía con el perfil de la torre severa de El Dueso, centinela de vidas truncadas; el faro del Caballo, faro de libres navegantes; y las conserveras, fábricas donde la anchoa viaja desde la noche del mar a la claridad del aceite.

Nuestro coche circulaba en dirección Villaverde de Pontones, camino de una cita ineludible: el Cenador de Amós, donde nuestros amigos, Marián Martínez y Jesús Sánchez convierten la cocina en un poema de tres estrellas. Allí, cada plato era una estrofa: el aperitivo, un prólogo crujiente; el pescado, una oda a lo Cantábrico; el postre, un epílogo dulce que no cerraba el libro, sino que invitaba a releerlo. Vera sonreía, Jesús tomaba notas mentales, y yo pensaba que, en esta Cantabria, comer y caminar son dos formas distintas de llegar al mismo destino: la felicidad.

Jesús Sánchez en Cenador de Amós

En la mesa, un viaje que iba de la raíz al lujo, de la memoria al asombro, y que nos confirmó que lo pequeño puede contener lo infinito:

Un comienzo con aperitivos que parecían diseñados para despertar la memoria y afinar los sentidos. El consomé de gazpacho y fresa clarificado llegó como un cristal líquido en el que cabían la huerta, el frescor y un guiño travieso a la fruta estival. El bombón de ensaladilla con huevas de salmón fue pura nostalgia vestida de gala: un clásico de barra convertido en joya mínima, con el chasquido marino que aportaban las huevas. La tortilla de Amós nos recordó que aquí todo se reinterpreta, incluso lo más reconocible, mientras que la roca marina con percebes, cachón y algas condensaba en un mordisco el oleaje del Cantábrico, como si la brisa salada se pudiera atrapar entre los dientes. Y el cono de ostra y caviar puso la nota de lujo sereno: intensidad yodada en un cucurucho que se deshacía entre crujidos.

Uno de los platos de Cenador de Amós

En el corazón del menú, la anchoa de Cantabria se alzaba sin disfraces: el producto desnudo como bandera, un tesoro de la mar en su máxima pureza. La cuajada de bacalao con cristal de pimiento jugando con texturas inesperadas: láctea y quebradiza, mientras que la cebolla bajo velo de calamar con su propio umami ofrecía un bocado enigmático, donde lo vegetal y lo marino se entrelazaban bajo un manto sutil. El taco de merluza tibio, “marea negra y pil-pil”, pura poesía del norte: melosidad, contraste de temperaturas y ecos de la tradición vasca en clave contemporánea.

El chipirón a la brasa olía a fuego y sencillez bien entendida, con la precisión de quien sabe que lo mínimo exige lo máximo. La cigala y el verdel con escabeche ligero de pollo picasuelos nos sorprendió por su atrevimiento: el mar y la tierra dándose la mano en un escabeche insólito, ligero, perfumado. Llegó entonces el turno de la solemnidad con el pichón a la “Royale”, un homenaje a la gran tradición francesa, antes de que la suprema de pichón con piñones, salsifí, colinabo y jugo trufado desplegara toda su hondura: caza, bosque y refinamiento servidos en un plato que parecía detener el tiempo.

Una de las exquisiteces de Cenador de Amós

Los postres respiraban ligereza vegetal con la cuajada de apio-nabo y escabeche de flores, un remanso fresco para limpiar el paladar, antes de desembocar en un emblema de la casa: el Pan de Amós con helado de hojaldre, cocina de aprovechamiento subida a un tacón alto, la transformación de un producto básico en un juego helado, reconocible y a la vez nuevo.

Para beber un par de vinos especiales:

Finca La Serra del Vent 2021 en el que Tomás Cusiné produce un susurro de brisa alta que acaricia la viña. En la copa, la fruta blanca se despierta como nectarinas recién cortadas y se adorna con un recuerdo de hierba recién segada. Su paso es ligero pero profundo, como quien camina entre viñedos al atardecer, dejando tras de sí la huella sutil de la montaña. Y Roda I 2019 que nace con la solemnidad de un templo de piedra en calado. Envolvente, destila ciruelas maduras, cacao y un eco de tierra húmeda tras la lluvia. En boca se ensancha como ese Ebro sereno que navega a sus espaldas, con taninos de terciopelo y un final que parece no acabar, quedando como una campana que resuena en la memoria.

Maríán y Jesús están en plena forma y nos depararon un menú extraordinario. Platos que se recuerdan. Cada bocado parecía dialogar con la memoria de la región: sofisticación sin renunciar a la raíz. Aquí la sobremesa no es costumbre, es religión. Lo Cantábrico.

Nos vamos. Esta tierra se viene con nosotros, como un eco en la boca: salada y dulce, brava y serena; como ese amigo que no presume pero siempre gana. Como decía

José Hierro, “aquí todo se hace despacio, hasta la lluvia”.