Restaurantes

Madrid y la ruta por sus 16 tabernas y restaurantes centenarios: el tiempo se sienta a la mesa

Casa Labra
Casa Labra. Restaurantes Centenarios
Manuel Villanueva
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Madrid tiene una rareza que exhibe, la respira; que no hace ruido y no presume. Está ahí, como están las cosas importantes: dieciséis tabernas y restaurantes centenarios, abiertos cada día, poniendo mesas como quien abre una ventana al pasado. Cosa que no tienen ni París, ni Londres, tampoco Roma, Berlín o Nueva York. Esto solo se da aquí. En Madrid.

Quizá porque esta capital no conserva: continúa.

Hay ciudades que musealizan su historia, que viven pendientes de la tendencia, del foco, del aplauso fugaz. Estas casas no. Perviven más allá de modas y reseñas de destacados influencers, ajenas al dictado del algoritmo y a la tiranía de la foto perfecta. No necesitan validación externa porque su prestigio se mide en años, en generaciones, en clientelas que regresan sin avisar. En estos dieciséis templos la madera está gastada no por el tiempo, sino por los codos. Las barras no brillan: recuerdan. Y cada receta es una frase aprendida de memoria, repetida durante cientos de años con la misma entonación, como un verso clásico que no admite modernidades innecesarias. Aquí no se viene a descubrir nada nuevo, sino a reconocer lo de siempre.

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La Academia Madrileña de Gastronomía ha querido detener el paso (solo un instante) y fijar esta herencia en un libro hermoso, sobrio, bien editado, como deben ser las cosas que aspiran a durar. Los textos de Almudena Escorial, Íñigo Navarro, Beatriz Garaizábal y Rogelio Enríquez, y las fotografías de David de Luis nos acercan a un volumen que cuenta la historia de estas casas y se acompaña de esas recetas legendarias, que no figuran en las modas pero sí en la biografía sentimental de la ciudad.

Porque Madrid se explica mejor desde una mesa que desde un plano. Ya lo intuyó Benito Pérez Galdós, cuando dejó escrito: “Madrid es no tener nada y tenerlo todo”.

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Nada más exacto para definir estas tabernas donde nunca hubo lujo, pero jamás faltó lo esencial: calor, conversación y un plato honesto.

Aquí, la tradición se convierte en una práctica diaria. Se repite cada mañana al encender los fogones, al picar la cebolla como se ha hecho siempre, al respetar los tiempos lentos del guiso. No hay nostalgia, hay continuidad. El pasado se evoca y se sirve con el esmero de costumbre.

Mientras afuera cambiaba el mundo, estos establecimientos han sido testigos de la historia de Madrid y de España. Han visto cambiar regímenes, modas y maneras de hablar. Han dado de comer en tiempos de escasez y han celebrado épocas de abundancia. Entre sus paredes se han refugiado nobles, periodistas, obreros, escritores, políticos y anónimos que solo buscaban un plato caliente y un poco de conversación. en estos lugares se ha brindado por lo perdido y por lo que estaba por venir. Se han cerrado tratos, se han curado penas y se han celebrado regresos. Andrés Trapiello, el caminante atento de esta ciudad, ha dicho que “Madrid es una conversación inacabable”, y en estas casas esa conversación sigue su curso, enlazando generaciones como si el tiempo fuese solo otra tapa más.

Casa del abuelo

A medida que uno avanza por las páginas del libro es consciente de que cada uno de estos locales es una biografía colectiva. Un relato contado en primera persona, como le gustaba a Carmen Martín Gaite, que veía Madrid como un lugar donde uno puede quedarse a escuchar: “Es una ciudad que acoge y escucha”. Y estas mesas han escuchado mucho: confidencias dichas en voz baja, silencios compartidos, risas que aún parecen flotar entre el humo antiguo y el aroma persistente de un guiso bien hecho.

No es casual que Marta Rivera de la Cruz (escritora y responsable de cultura del Ayuntamiento) haya recordado que: “Madrid se construye con historias pequeñas que acaban siendo universales”.

Este libro recoge precisamente eso: historias mínimas: una receta, un comedor, un apellido sobre la puerta, que juntas explican una manera de estar en el mundo.

Las dieciséis casas no son reliquias. Son patrimonio vivo. Guardianes de un recetario que se mantiene con el anclaje de un noray, incluso ahora, en estos tiempos veloces que nos asedian y lo empujan todo a pasar de largo. Ellos permanecen. Amarrados al sabor, al gesto aprendido, al respeto por lo heredado, a su historia inmarcesible.

No han sobrevivido adaptándose al ruido, sino siendo fieles a su compás. Han entendido que la modernidad, en Madrid, consiste en aprender a no tener prisa, en practicar esa suerte de sabiduría gallega: saber esperar.

Bodega de la Ardosa

Este libro no es solo una celebración gastronómica. Es un acto de gratitud. Un reconocimiento a quienes han mantenido encendida la lumbre cuando todo alrededor cambiaba. A quienes siguieron sirviendo lo mismo porque sabían que ahí estaba el secreto.

Madrid, al final, no se entiende sin estas mesas. Porque hay ciudades que se recorren. Madrid se sienta. Y cuando lo hace, lo hace despacio. Como quien sabe que la historia, para que sea verdadera, necesita tiempo, buen pan… y un guiso donde mojarlo.