Resturante Poncio: 10 vinos para brindar lento con amigos

El Restaurante Poncio, bajo el talento sereno de Willy Moya, recibió a nuestro Correcaminos Gastronómico
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A veces muchas tardes parecen escritas a pluma lenta, con un tintero lleno de fraternidad y ese temblor de las cosas que sabemos irrepetibles. Tardes en las que el mundo se arremolina alrededor de una mesa, y la vida, de pronto, se vuelve brevemente perfecta.
A los Manueles —Manolo Sanchis, Manu y Edu Muga, Ignacio de Miguel y yo— nos gusta convocar esos momentos como quien abre una ventana al invierno: sin prisa, sin urgencia, con la certidumbre de que la amistad también se bebe.
Decía Emilia Pardo Bazán que “la mesa bien servida es un acto de civilización”. Y nosotros, civilizados o no, llevamos años rindiéndole culto a esa bendita liturgia. No somos hermandad ni cofradía: somos una troupe, un pequeño ejército de amigos que saben que comerse la vida abre el apetito.

El festín según Poncio
El Restaurante Poncio, bajo el talento sereno de Willy Moya, nos recibió con una luz que parecía acariciar las paredes. “La luz es la música de los ojos”, dijo alguien, y la frase quedó flotando mientras llegaban los primeros bocados y se descorchaban los vinos que había traído Ignacio.
Willy abrió la tarde con una Gilda con velo de piparra, que tenía la elegancia de un saludo bien dado.
Luego llegó el taco de tartar de atún con huevo de codorniz, que parecía, en greguería de Gómez de la Serna, “un sol diminuto queriendo aprender a amanecer”.
La coca de steak tartar de vaca madurada puso a conversar al humo con la memoria.
La molleja glaseada con salsa de anguila llegó oscura, profunda, como un secreto que se revela a medias.
Los sorrentinos de calçots con romesco eran un abrazo tibio de invierno.
La corvina al hinojo con salsa de caviar, en cambio, era un poema vertical: ligero, cálido y limpio.
El boquerón frito relleno de pollo y hierbabuena (una receta de la abuela de Willy) traía un guiño travieso, como si un pez hubiese aprendido a contar chascarrillos.
La carrillada de ibérico al oloroso cerró el mundo y lo volvió a abrir.
Y la torrija confitada a la naranja con helado de vainilla fue, simplemente, una manera suave de ponerle un punto suspensivo a la felicidad.
“La vida no tiene marcha atrás, pero sí recodos”, escribió el periodista Manuel Alcántara. En Poncio, la tarde fue una de esas sobremesas hermosas donde uno se baja del tiempo para escucharse respirar.
La conversación líquida
Los ocho primeros vinos de la mesa (ocho, nada menos) llegaban de la mano de Ignacio de Miguel: el alquimista sereno, el arquitecto de los silencios largos, el hombre capaz de hacer que un viñedo respire como un poema en voz baja. Nadie los cuenta como él. A ellos sumamos un par de vinos franceses de la bodega personal de Edu y Manu.
Delante de nosotros, aquella fila de botellas parecía una procesión de luminarias. Cada una tenía algo que decir, y nosotros, como buenos bebedores, nos limitamos a escuchar:
NOC, Brut Prestige.
Burbuja delicada pero directa, con ese punto de alegría que se deshace rápido pero deja una huella amable. Método champanoise para una composición varietal de viognier y chardonnay procedentes de una bodega histórica, Manzaneque, en los Montes de Toledo. Una producción limitada de 2.000 botellas.
Blanco Nieva Gran Vino de Rueda PF 2021.
Verdejo amplio, maduro, con un trazo mineral que no pretende brillar, sino iluminar. Procede de viñedos viejos a 900 metros de altitud. Boca prolongada, limpia, serena. Un vino fragante que respira hondo antes de hablar.
Carrascas Chardonnay. Y Solo Cuando el Río Calla 2018.
Sorprendente. Un hallazgo. Viene de El Bonillo (Albacete). Tiene el sosiego del tiempo bien usado. Madera afinada, fruta dorada, una boca que se desliza con lentitud hermosa. Busca quedarse. Lo consigue. Un gran vino.
NOC 2023 — Ribera del Duero.
Viñedos de 25 años en Quintanilla de Arriba (Valladolid). Primera cosecha procedente de aquí. Joven, con fruta que avanza frontal, alegre, sin imposturas. Tanino firme pero amable. Un vino que camina al paso de los que aún no han dicho su última palabra. Merece la pena beberlo. Y saber esperarlo.
Tesalia 2020 — Arcos de la Frontera
Un vino nacido bajo la influencia del mar cercano y la Sierra de Grazalema. Profundo, con esa elegancia andaluza que no hace ruido. Boca ancha, redonda, persistente. Un estilo de grand cru francés.
Martúe Gran Vino 2018
Vino de pago, del Campo de la Guardia. Elaborado con Syrah, Petit Verdot y Malbec en una producción limitada de poco más de 3.100 botellas. Sereno, serio, complejo. Su textura habla, su final convence. Hay en él una armonía que se agradece.
Carabal Gulae 2014
En Alía (Cáceres), en la comarca de las Villuercas, se estableció a comienzos de siglo la Bodega Carabal. Viñedos de 20 años con variedades de Syrah, Tempranillo, Caubernet Sauvignon, Petit Verdot y Graciano. Este vino enseña hondura, historia, un temblor en la sombra… Un vino de los que ha aprendido a hablar despacio y por eso dice más.
Pago de Larrainzar Reserva Especial 2014.
Un vino que apareció en esta añada después de dos de ausencia. El vino con el que habían soñado sus productores. Un coupage de Cabernet Sauvignon, Merlot y Tempranillo. Clásico en el mejor sentido. Preciso, elegante, largo. Un vino que pone recta la espalda.
Todo este saber se lo debemos a Ignacio, a su desbordante generosidad.
Los Muga traían bajo el brazo sus dos vinos franceses:
Echezeaux 2005 – Grand Cru
En circunstancias normales este vino es seda líquida. Esa fragilidad poderosa que sólo tienen algunos tintos borgoñones maduros. Pero cada botella es un misterio y con esta no tuvimos demasiada suerte porque el vino apareció apagado.
Château Valandraud 2019
La pequeña frustración de Borgoña se compensó con este burdeos musculoso, vibrante, lleno de promesas. Aún joven, pero ya enseñaba su arquitectura. Es un vino que dicta sentencia sin levantar la voz. Una hermosa botella.
Como diría Gómez de la Serna: “El vino es la sangre alegre de la tierra”.
Y ese desfile fue pura alegría embotellada. Un disfrute nacido de la generosidad y la camaradería.
La mesa como patria
Los Manueles nos despedimos como siempre: sin solemnidad, pero con la íntima certeza de que la tarde había sucedido como debía. La amistad, esa forma antigua del milagro, nos había vuelto a colocar en el mundo.
Pardo Bazán escribió: “La felicidad no se cuenta: se recuerda”.
Y nosotros, tercos como somos, hicimos ambas cosas.
Así, entre vinos, la esmerada cocina de Willy y una prolongada conversación, entendimos otra vez que la vida, cuando se la celebra, siempre sabe mejor.
