Vinos del tiempo: añadas antiguas servidas en copa

III Salón de los Vinos del Tiempo. Cedida
Manuel Villanueva
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Hay días que nacen iguales a los demás y, sin embargo, acaban convirtiéndose en recuerdo. El III Salón de los Vinos del Tiempo fue uno de ellos. Hace unos días, a media tarde, en la tercera planta del COAM (Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid), Madrid parecía levantar discretamente una puerta escondida: no hacia el futuro, como acostumbran a hacer ahora las ciudades, sino hacia atrás, hacia una España líquida que todavía existe, aunque a veces la hayamos olvidado. Allí, entre botellas inmóviles como relojes sin prisa, entendimos que el vino es una conversación entre el paisaje, la paciencia y la gente que se niega a obedecer al mercado cuando el mercado exige velocidad.

No había ruido sobrante. Ni música ambiente. Ni esa urgencia moderna que insiste en probar diez cosas en cinco minutos. El aire estaba hecho de pausas: para mirar la chapa de una botella de espumoso de Recaredo, para oler un tinto riojano con más años que algunos de los asistentes; pausas para dejar que el paladar comprendiera lo que la mente todavía no sabía formular.

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Porque así es el tiempo cuando está dentro de un vino: primero desconcierta, luego conmueve, al final te enseña.

Un salón que hablaba en voz baja

Organizado por el Sindicato del Gusto, el Salón de los Vinos del Tiempo no fue una feria, sino un acto de resistencia elegida, una especie de refugio contra la aceleración del mundo. Solo con vinos que han sabido esperar:

  • Blancos con más de 10 años.
  • Tintos con más de 20.
  • Espumosos viejos y pacientes.
  • Generosos VOS y VORS.
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No se trataba de exclusión, sino de sentido: aquí todo tenía una edad, incluso la conversación.

A ratos, la sala recordaba a esos museos donde los cuadros importantes obligan a bajar la voz. Tal vez porque uno tenía la impresión de estar ante vinos que ya no volverán: añadas desaparecidas, métodos que requieren una obstinación que solo se explican desde la pasión y la memoria.

España y la edad del vino

A lo largo de las mesas iban apareciendo nombres conocidos, nombres que forman parte del mapa emocional del vino español: La Rioja Alta, Marqués de Riscal, Hacienda Monasterio, Jean Leon, Torres, Abadía Retuerta, Valdespino, Ramón Bilbao… quince bodegas en total, reunidas no para presumir, sino para recordar. Recordarnos que España siempre ha sido un país de vinos con edad: generosos que huelen a sal, a maderas viejas y a sol de invierno; tintos de guarda que podrían hablar de vendimias ya desaparecidas; blancos silenciosos que todavía sorprenden con una acidez viva, casi impertinente, como quien no acepta fácilmente el paso del tiempo.

Ese era el poder de aquellas copas: obligaban a mirar hacia dentro. También hacia atrás.

La memoria líquida

El salón era exclusivo para profesionales: sumilleres, catadores, periodistas especializados, distribuidores, restauradores. Gente que ha bebido mucho, y sin embargo aquí volvía a saborear cada trago como se mira algo por primera vez. Quizá porque beber vinos viejos es viajar sin desplazarse.

Cada botella era un lugar: Laguardia, Sant Sadurní d’Anoia, Jerez, Ribera del Duero, Rueda, Navarra… Una geografía líquida, hecha de bodegas, de manos, de suelos que hablan.

Todo en este salón estaba atravesado por una idea: el vino no solo acompaña la vida; la guarda. Ese es su misterio. Quizá también su poesía.

Si el futuro del vino pasa por la sostenibilidad, la precisión y la elegancia, el pasado (ese que aún palpita en estas botellas) recuerda que el tiempo es también un ingrediente. Uno que no se puede acelerar, ni fabricar, ni replicar.

Al salir del COAM, ya de noche, Madrid volvía a ser Madrid: esa ciudad veloz, iluminada, llena de planes. Pero algo había cambiado. De regreso a casa, caminaba con la sensación de haber estado en otro sitio. Un lugar donde el reloj no marcaba las horas, donde las cosas buenas sabían esperar.