Oficios que viven de las corridas

MAY GAÑÁN 28/03/2010 12:45

Justo Martín, taxidermista, nos recibe en su taller de Madrid, un bajo que da a la calle en el que sorprende encontrar toros enteros disecados junto a decenas de cabezas que hace por encargo.

Cobra por cada uno de estos trofeos 1500 euros. Dice que hasta en Japón tienen piezas suyas.

Es el taxidermista oficial de la plaza de las Ventas. El va a todas las corridas y al terminar retira la piel y la cornamenta de los toros que previamente le encargan toreros, apoderados, empresarios taurinos y algún aficionado.

Con esas pieles ya curtidas se retira a su otro taller en la sierra de Madrid. Allí, con cuatro personas más elabora los moldes de poliuretano sobre los que después, montará la piel.

Cuando llegamos está trabajando en la cabeza de un toro que mató José Tomás hace un año en la plaza de toros de Córdoba.

"Nosotros somos lo contrario que el sastre, dice, ellos tienen el maniquí y lo que tienen que cortar es el traje. Nosotros tenemos el traje pero nos falta el maniquí" .

Nos muestra cómo le adaptan la piel al molde y poco a poco, la van cosiendo. Justo dice que la polémica que se ha levantado en Cataluña con los toros es buena porque conlleva al menos que se hable de este mundo, "aunque sea mal, como decía el cordobés cuando estuvo en la cárcel".

Cree que la fiesta no llegará a prohibirse por estar tan arraigada en nuestra cultura y advierte con nervio "que todo el mundo lo sepa, que fuera de España se nos conoce por las corridas de toros y por el flamenco."

Recuerda con los ojos aguados por la emoción que entre las cabezas de toro que ha montado a lo largo de su vida está la del que mató a su amigo el Lillo. Y sin dejar esa apasionada emoción, declara después su ferviente amor por los toros.

Antes de irnos nos hace una demostración del poder certero de sus manos, al colocar dos ojos de cristal a un ejemplar que lidió el francés Castella.

Nos dice que a cada toro hay que darle la expresión que tuvo en la plaza. Y con ayuda de un destornillador y un poco de barro, introduce el cristal en la órbita de la piel del toro y le va dando la inclinación y la expresión justa hasta lograr satisfecho el matiz de fiereza que buscaba.

Justo Algaba es sastre de toreros. En su taller hay mujeres que llevan cosiendo con él medio siglo y junto a ellas, dos hermanas rumanas y un dominicano que llegaron aquí hace tan sólo unos años.

No tenían ni idea de este mundo. El les ha enseñado lo que es una taleguilla, cómo se arman unos hombrillos y cómo se ponen lentejuelas y cordones. Y ahora son estos empleados los primeros en alzarse en defensa de la fiesta.

Reconocen que no se atreven a ir a ver una corrida, pero también que las admiran por tratarse de una tradición del país que les acoge. Nos dicen que de este negocio vive mucha gente "invisible" como ellos, que trabajan más allá del ruedo y de la plaza.

El Chechu, un torero de Madrid llega a probarse un traje. Nos cuenta que la amenaza sobre los toros siempre existió pero que esta fiesta es demasiado poderosa para desaparecer.

Recuerda que las corridas mueven a un amplio sector económico que arranca en la plaza, sigue por los hoteles y continúa por los negocios que se benefician del gran número de aficionados que viajan tras un buen cartel.

La resaca del debate catalán deja en estos talleres sentencias como la de Justo Algaba: "los toros no pueden prohibirse. Sería como querer que el día se convirtiera en noche". Arte y figura.

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