Psicología

El apego seguro: cómo se construye la base emocional de una vida

La mano de un adulto y un niño
La mano de un adulto y un niñoPixabay
Violeta García
  • El apego no es solo una idea psicológica: es un sistema biológico diseñado para mantenernos cerca de quien nos cuida

  • Lo explica Violeta García, profesora de Psicología de la Universidad Europea de Canarias

Compartir

Hay un tipo de confianza que no se enseña con palabras, sino con gestos cotidianos. Un bebé que llora y recibe consuelo, un niño que encuentra brazos abiertos cuando tiene miedo, una mirada que dice “estoy aquí contigo”. Así se va formando el apego seguro: una red invisible que nos sostiene desde la infancia y que influye profundamente en cómo nos relacionamos con los demás... y con nosotros mismos.

El apego no es solo una idea psicológica: es un sistema biológico diseñado para mantenernos cerca de quien nos cuida. Pero, más allá de lo instintivo, también es el primer mapa emocional que usamos para interpretar el mundo. Si nuestras primeras experiencias nos transmiten disponibilidad, consuelo y validación, aprenderemos que es seguro sentir, que nuestras emociones importan, que podemos confiar. Si, en cambio, lo que encontramos es indiferencia, reproche o confusión emocional, aprenderemos a ocultarnos, a contener lo que sentimos por miedo a no ser aceptados.

PUEDE INTERESARTE

Fue el psiquiatra y psicoanalista británico John Bowlby, pionero en el estudio del apego, quien señaló que los vínculos afectivos tempranos no solo garantizan la supervivencia del niño, sino que configuran la base de su desarrollo emocional. Según Bowlby, “la experiencia de sentirse querido y protegido es tan vital como la alimentación o el sueño”. Criar desde el apego seguro no requiere ser un modelo perfecto, ni tener todas las respuestas. Lo que necesita un niño es sentir que quien le cuida está presente, disponible, atento. No es tan relevante lo que se dice, sino cómo se está. En vez de minimizar —“no llores, no es para tanto”—, basta con una frase sencilla: “entiendo que eso te haya enfadado”. Ese tipo de respuesta enseña algo muy valioso: que lo que sentimos tiene un lugar, que no estamos solos con ello.

Una parte crucial es que el adulto pueda autorregularse. Si nos desbordamos cuando el niño se desborda, difícilmente podremos ofrecer calma. Pero cuando logramos ser su refugio emocional, le estamos enseñando —a través del ejemplo, no del discurso—cómo gestionar la tormenta interna. Y cuando fallamos, porque todos lo hacemos, reparar el vínculo también educa. Un “lo siento, hoy no he sabido acompañarte como me gustaría” puede marcar una diferencia enorme. Porque amar también es saber reconocer los propios límites.

PUEDE INTERESARTE

Nombrar lo que sienten, darles palabras para comprender lo que les pasa, es otro paso fundamental. “Estás decepcionado porque querías jugar más rato” o “te has asustado con ese ruido tan fuerte” son frases que ayudan a poner orden en el caos emocional. Y más importante aún: compartir tiempo de calidad. No hace falta una tarde entera. Cinco minutos de atención auténtica, sin distracciones, pueden tener un impacto enorme en cómo se siente un niño respecto a sí mismo.

Muchas personas adultas arrastran las secuelas de vínculos inseguros: miedo al abandono, necesidad de aprobación constante, dificultad para confiar. No es que estén rotas, ni que tengan un problema de personalidad. Lo que ocurre es que no tuvieron un entorno emocional que pudiera sostenerlas. La buena noticia es que los patrones de apego pueden cambiar. No están escritos en piedra. Una terapia, una amistad profunda, una nueva forma de criar pueden ofrecer esa seguridad que no se tuvo a tiempo.

PUEDE INTERESARTE

Porque, en el fondo, todos anhelamos lo mismo: sentir que hay alguien que no se va cuando más lo necesitamos. Que no hace falta demostrar nada para ser merecedores de afecto. Que incluso en nuestros días más torpes o tristes, existe un refugio emocional al que regresar. Esa certeza —la de ser vistos, aceptados y queridos tal como somos— es la que nos permite crecer con raíces firmes y alas propias. Y quizás, ese sea el mayor regalo que podemos ofrecernos unos a otros a lo largo de la vida.