El Algar y Playa Honda, las raíces profundas de la amistad

  • El Correcaminos Gastronómico se reencuentra con antiguos amigos a la vera del Mediterráneo y el Mar Menor

  • Visitas a 'La Cabaña de Saura', el chiringuito de Playa Honda y el Restaurante Malvasía

  • Marín y su danza secular

Tocaba ir a Levante, impulsados por el afecto, en busca de los abrazos pendientes después de tres años de espera por los tiempos de pandemia.

En El Algar (Cartagena, Murcia) el aire y el sol eran los de siempre pero parecían otros multiplicados por la inmensa alegría del encuentro con Clara y Pepe y sus hijos: Clara y su marido Raúl; David y su mujer, Olga. ¡Qué dicha volver a ver a los que quieres después de tanto tiempo! Reza en la sabiduría popular que el tiempo que no estás con los que quieres es tiempo que pierdes de ser feliz.

Clara, Pepe y su familia son constructores de afectos y de acogidas, prendedores de fuegos de vida y de disfrute a su alrededor. Regentan una curiosa tienda de “delicatessen”, La Cabaña de Saura, en esta pequeña localidad perteneciente al municipio de Cartagena de casi 8 mil habitantes. Enfrente en el sueño dormido del tiempo está el restaurante del mismo nombre que solo abrían en verano y se convertía en una afluencia asombrosa de gente, el acontecimiento estival de la zona, tan solo mes y medio y colas kilométricas para degustar lo sencillo bien hecho: michirones, conejo con tomate, marineras, zarangollos… Ahora lleva tres años cerrado y probablemente su futuro será un bello recuerdo de lo sucedido durante muchos años.

La otra Cabaña de Saura, la vinoteca, hierve con las últimas ventas del día cuando llegamos. Unos cuántos extranjeros se aconsejan y compran distintas referencias de vino español atendidos por David y Raúl. Clara y Pepe nos reciben con su permanente cordialidad y su sonrisa abierta. Son de un familiar que enamora.

Tienen un apartado para catas y degustaciones de lo más acogedor y templado, con una cava de vinos espléndida. Todo nos espera dispuesto con un orden prusiano y mucho gusto y nos disponemos para la cena mientras van llegando el resto de amigos comensales: Loli y Alfredo; Marian y Pedro. Los Marín, a quiénes me gusta llamarles los Saura, son verdaderamente especiales y han preparado una mesa para cenar que parece la anatomía del buen gusto: quisquilla de Santa Pola, cigalitas mediterráneas, la ensaladilla sublime de Clara, difíciles de encontrar a esta altura; cherne muy bien acompañado por una salsa de tomate escandalosamente buena. La escolta vinícola llevaba el reflejo de la amistad: un cava brut nature de la bodega Ferret Guasch, Montes Obarenes 2017 de la bodega Gómez Cruzado, para mí uno de los grandes blancos de La Rioja y un Cerrado del Castillo 2016 de Señorío de Cuzcurrita.

La cena transcurre entre conversaciones aplazadas y afectos desplegados, dispensados como banderas de hospitalidad entre el círculo de amigos. En La Cabaña de Saura se guardan las emociones de la vida.

Cae la noche sobre “nuestros sueños escasos y prudentes” que decía el poeta coruñés, Lois Pereiro.

Cartagena y Playa Honda

La mañana ha elegido su color, un azul salpicado por nubes que ofrecen cielos cambiantes. La temperatura es caliente para la época del año, el verano parece dispuesto a prolongar su permanencia. Alfredo y Pedro nos proponen una breve navegación en catamarán para recorrer la bahía de Cartagena. El puerto tiene esa respiración de la historia, de muchas historias que han ido recorriendo siglos. Castillos, baterías, perfiles industriales dan una idea clara del ensamblaje estratégico entre lo militar y lo comercial. A nuestra espalda se abre una vista imponente del frente marítimo. Alfredo nos señala las murallas construidas por Carlos III que suponían el cinturón defensivo de la ciudad y nos cuenta que algunos de los viejos cuarteles son ahora espacios docentes y universitarios. El mar nos respeta y nos permite volver a puerto en calma chicha.

Tras la navegación, la historia, el pasado imperial encarnado en una de las joyas arquitectónicas de la ciudad: el conjunto arqueológico del Teatro Romano, construido por los nietos del emperador Augusto, Gaius y Lucius César unos años antes de Cristo y que permaneció oculto durante siglos. Termas, templos y calles componen esta espectacular excavación que ilumina a la ciudad de un pasado imperial exultante.

Se va acercando el mediodía y hay que encaminarse a Playa Honda en donde Pedro ha dispuesto para la misma alineación, aperitivo y comida en su chiringuito. Aquí comer y beber es ir creando un espacio.

Playa Honda es un recitado de olas mansas y palmeras que le dan un cierto aire tropical. En un rincón del establecimiento nos acomodamos mientras llegan las huevas de mújol con almendras tostadas y respirando bajo una camisa de refresco nos aguarda una botella de albariño Gran Novás 2019, como si quisieran homenajearnos a los de aquellas tierras occidentales. Vino cristalino que desprende aromas de hierbas frescas; goloso, equilibrado, agradable. Llegan el resto de viandas mientras seguimos celebrando el encuentro en esta patria chica de las bienvenidas: una ensalada de tomate que sabe a lo que tiene que saber aderezada por un aceite extraordinario de Aubocasa, deliciosa.

Pepe, con semblante de prestidigitador, se saca una sobrasada de Extrem Puro Extremadura sabrosísima que arranca un aplauso unánime. Continúa este concierto para instrumentos bien afinados con unas sardinas muy bien asadas y unas patatas cocidas de la zona que regamos con el mismo aceite. La comida, la conversación y el vino van cogiendo altura mientras el sol va tomando posesión de todo y sobre nuestra mirada se sostiene el perfil de las islas de La Perdiguera y el Barón con su horizonte infinito. “Ha llegado ese momento en el que las horas, los minutos, los segundos vividos se llenan de nosotros”, escribió Rafael Alberti.

La tarde estanca el tiempo bajo una brisa tranquila y bonancible. Paseamos ahora por las inmediaciones de nuestro hotel rodeado de campos de golf en los que unas docenas de anglosajones golpean bolas que buscan la precisión de su hoyo. Todo aquí es cálido, tiene el aspecto de refugio amable, de oasis hospitalario. Una terraza, un café espumoso y un agua fresca nos dan cobijo y descanso. Se respiran paz y armonía en esta luz sensible y en el silencio interrumpido por trinos de pájaros que parecen una alegre polonesa de Chopin. “Solo los pájaros saben ponerle música al silencio sin desdibujarlo” (Lorenzo Oliván).

Malvasía

En el Restaurante Malvasía (1 sol Repsol, Bib Gourmand de Michelin), es el lugar donde sucede la amistad. Hemos quedado para cenar con Pedro Montiel, un curioso de la cocina, indagador incansable, siempre dispuesto a probar, a conocer, a encontrar; también en el saber de los vinos desafía por igual a su curiosidad y a su conocimiento. Pedro es afable, cordial, de esas personas que entran en tu vida por la puerta grande.

Queremos probar su menú, que por cierto tiene un precio de lo más competitivo: 38,50 euros. La apertura son unas sardinas ahumadas con puerro y lágrima de pimiento, un platazo. Continúa el taco de salmón con yuzu y mango es sorprendente y el punto del pescado excelente. Otro de los estandartes es la alcachofa a la parrilla con crema de foie, jamón y parmesano, gloriosa. Unas croquetas muy cremosas y para cerrar atún del Mediterráneo y chuleta de cerco ibérico a la brasa con emulsión de patata. Espléndida cena en una inmejorable compañía líquida: Juvé & Camps Millesimé, Capellanía 2017 de Marqués de Murrieta y un vino de la zona, un Valtosca Syrah 2020 de Casa Castillo.

Aquí somos tripulantes de una misma travesía: la hermandad y el vino. Todos profesamos de una misma creencia: la felicidad no es tal sino es compartida y por ello disponemos nuestros brindis apelando al decálogo de Álvaro Mutis: “No beber solos. No hacerlo con desconocidos. No beber tragos que no conozcas”. Juntos celebramos este esperado reencuentro.

Pasada la medianoche nos abrazamos, nos despedimos, nos retiramos bajo un cielo limpio donde las estrellas parecen estar cada una a lo suyo y un suave viento de poniente nos trae un aroma de salitre procedente de los dos mares, el Mayor y el Menor. Tocará volver a verse sin que pase tanto tiempo.

La mañana nos despierta con su trazo pálido y sus sonidos cotidianos, hay que regresar a casa. En el coche el paisaje mediterráneo se va alejando de nosotros, el alma de esta tierra y la de nuestros amigos la llevamos impresa en nuestros ojos, en nuestros corazones que se van palpitando durante todo el viaje de regreso hasta Madrid.