Entrevistas

Javier Rueda, sociólogo: "Los bares de toda la vida no están muertos, pero sí en peligro de extinción crítico"

El sociólogo y escritor Javier Rueda
El sociólogo y escritor Javier Rueda. Foto cedida por el entrevistado
  • Rueda acaba de publicar Utopías de barra de bar (Lengua de trapo), en el que propone cómo mantener viva la España vaciada a través de algo tan cotidiano como los “espacios del comer y del beber”

  • El ensayo ha sido galardonado con el I Premio Utopías que caben en el BOE

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Hay algo de reivindicación de ‘lo nuestro’, sea eso lo que sea eso, en tomar una cerveza bien fresquita en la terraza de un restaurante indio en la calle Lavapiés, en lugar de elegir como sitio de encuentro con los amigos uno de los locales de Argumosa, cada vez más neocanallitas, cada vez más escasos en la tapa y cada vez más propensos a explotar el argumento de la inflación para acabar clavándote cuatro euros por un tercio. También hay algo de reivindicación en decantarse por esos restaurantes que, de tanto que llevan en esta cultura y de tan icónicos que son, ya forman parte de nuestra autenticidad: los kebabs. 

Esta reflexión la hace el sociólogo que mejor ha estudiado en España los “espacios del comer y del beber”, Javier Rueda, que acaba de publicar Utopías de barra de bar, el ensayo ganador del I Premio Utopías que caben en el BOE, impulsado por el Círculo de Bellas Artes, el editorial Lengua de trapo y la empresa Festín. Este académico malagueño sostiene que no da “por muertos” a los bares de toda la vida, aquellos en los que el camarero menciona el nombre de la persona que acaba de abrir la puerta para saludarle y le ofrece servirle “lo de siempre”, pero sí dice que “están en peligro de extinción crítico”. 

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Expresa este también politólogo que no cree que haya que buscar la “reinvención” de los bares de siempre en aquellos de “estilo neocanallita o neocastizo” que proliferan por las ciudades desde hace unos años y que pretenden “reconstruir una especie de parque de atracciones a partir de los bares de toda la vida”. Eso sí, aclara, “cobrándote siete veces lo que antes cobraban por un vermut o por una cerveza”. 

“Con eso, se cargan por completo la lógica del bar”, entendido como un espacio de encuentro cotidiano, comercial, pero “también político”, recalca. En lugar de esos establecimientos en los que todo es chapa y nada alma, Javier Rueda pone el foco en “otros sitios muy interesantes, como el kebab, con la idea de salir, tomar una cerveza y quedarse ahí mucho tiempo”, los restaurantes indios de barrios como Lavapiés o, en muchos barrios de la periferia de ciudades como Madrid, aunque avisa de que “es una reflexión más polémica y no estoy defendiendo este tipo de negocios”, las franquicias. Estas últimas se están convirtiendo, “por su baja barrera de entrada”, en espacios de encuentro para personas, por lo que, asegura Rueda, “funcionan en ese sentido como bares de toda la vida”. 

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Para llevarse el premio en este certamen, Javier Rueda tuvo que plantear una problemática social: los cierres de tabernas en la España vaciada. Eligió este tema porque ya en su tesis, La producción de lo público en interacción. La sociabilidad ordinaria de los bares de Madrid, lo había rozado, pero sin llegar a recalar en pueblos en riesgo de desaparición. También tenía que plantear una solución utópica para ese problema, que fue la de dotar a los pueblos de espacios para comer y beber controlados desde lo público e incluso autogestionados por los vecinos, y se le ocurrió que lo más correcto era destacar, desde la heterotopía, lo que ya se estaba haciendo. 

Menciona en el libro como ejemplos los proyectos públicos de Quirós (Asturias), que cuenta con un espacio de encuentro autogestionado; Buciegas (Cuenca), que tiene un bar que abre bajo demanda; o Calabazas de Fuentidueña (Segovia), también autogestionado, donde “uno viene, se sirve y deja el dinero en la caja”. Y, por último, tenía que darle forma de norma para soñar con que se pudiese incluir en el BOE. Llamó a su propuesta Ley de Casas Públicas Rurales. Esos bares servirían como “laboratorios democráticos de innovación y experimentación social, interviniendo claramente en la visión del mundo rural como un lugar inclusivo, plural y potencialmente emancipador”, señala el autor cerca del cierre del ensayo. 

Durante la conversación telefónica con la web de Informativos Telecinco, fantasea con la idea de poder aplicar esa misma fórmula a las ciudades. “Yo pienso: '¿Y si, de repente, en mitad de Lavapiés, o de Malasaña, abriésemos tres bares, tres casas públicas rurales -urbanas-, en las que se pueda beber y se venda, sin una lógica de inversión y obtención de beneficios? Si esas casas públicas ofreciesen cervezas en esas zonas a 2,5 euros, igual provocaría que se bajasen los precios de la zona”, expone, aunque reconoce que no sabe “cómo se podría cuadrar ni si sería viable”.

La hostelería de la modernidad urbana

Los bares han sido lugares en los que las personas han tenido “históricamente” la posibilidad de “pasar relativamente bastante tiempo, sin tener que abonar mucho dinero, sin tener que pagar una barrera de entrada muy elevada”, lo que corresponde al precio -cada vez más alto, por otro lado- de un café, un refresco o una cerveza. 

Es en esos centros del comer y del beber en los que se ha desarrollado la idea de la esfera pública, a la que se refería Habermas, con el que este sociólogo, aclara, “comparto poquito”, o la construcción de la clase obrera en Inglaterra, que teorizó E. P. Thompson, en los que se han formado “las nociones actuales de lo que es la clase trabajadora, la democracia, la esfera pública”. 

Pero, ahora mismo, estos espacios “se están transformando a lugares de consumo exclusivo y casi extractivo”, en los que los clientes pueden llegar a sentir un “malestar por querer ir a un sitio y quedarse un rato” y que no les dejen. “Parece que hay una lógica de consumo ya mediatizada por la que importa más lo que vas a pagar y que te vayas a marchar para que entre otra persona”, indica el autor. “Ese malestar no nos está permitiendo desarrollar una sociabilidad de una forma mínimamente tranquila, ni siquiera para sacar las complejidades que puede tener encontrarse en un lugar común”, zanja. 

Los bares se parecen cada vez más entre sí, como los centros de las capitales europeas, que son fotocopias unas de otras. ¿Cómo distinguir si uno está tomando unos huevos benedictinos en un local cuqui del barrio de las Letras o de Poblenou o si los va a engullir en Kødbyen (Copenhague) o Shoreditch (Londres)? “Se está normalizando cada vez más, en el peor de los sentidos de la expresión 'normalizar', lo que se entiende que es un bar a lo largo de todas las ciudades, de todos los territorios del Estado y a nivel internacional”, apoya Rueda, prosigue que eso supone “una destrucción profunda de lo que es la diversidad y la pluralidad de espacios que hemos construido”.

“Sin caer en los relatos folcoritas conservadores de que cada ciudad tiene su propia cultura y gastronomía, sino hablando de identidades verdaderas, si cada vez se va perdiendo más esa autenticidad, también se va perdiendo la diversidad cultural y, por tanto, la capacidad de reinventar cosas diferentes desde territorios diferentes, porque al fin y al cabo todos somos lo mismo, aunque no en igualdad de condiciones”, advierte el autor de Utopías de barra de bar

En esa producción en serie del mismo tipo de bar a lo largo del territorio europeo han tenido mucha culpa los fondos de inversión, que, “al igual que causan estragos con el derecho a la vivienda, también lo hacen con los espacios comerciales”. Se refiere Javier Rueda “ya no sólo las franquicias, que también”, sino los grupos de inversión, “que crean 58 negocios diferentes, con nombres muy bonitos y que parecen muy distintos, pero que, al final, cuando pagas la cuenta, el dinero va al mismo fondo de inversión”. Considera que las administraciones deberían “poner coto” a la mancha que dejan estos grupos empresariales, que “empujan cada vez más, no a la gentrificación, sino a la turistificación”.

Y, aun con todo, esa deriva fatídica en la que los bares descarrilan en las ciudades no llega a ser tan preocupante como la de los pueblos en riesgo de despoblación. “Si en las ciudades están desapareciendo y cambiando los bares irremisiblemente, en los pueblos lo que están haciendo es cerrar”, incide Rueda, que añade que el hecho de que “no haya bar en un pueblo no significa que esa población se muera, pero el bar es de las últimas cosas que queda”. 

Los espacios del comer y del beber se presentan como muros de contención cuando todo se viene abajo en el pueblo: los vecinos que migran en busca de un porvenir más prometedor, las casas que se deprimen cuando nadie las habita, los autobuses dejan de parar en la marquesina y los comercios que van bajando sus persianas de manera temporal o permanente. Pero los bares resisten -hasta que resisten; dice este sociólogo que, “cuando se apaga el bar, el pueblo está a punto de morir”- y se convierten en el único punto de encuentro; en la oficina turística de ese pueblo, el lugar al que los foráneos van a acudir primero; y la única señal de vida de quienes allí residen. “Es el sitio en el que saben que alguien está vivo y, si un día falta, le van a ir a llamar a casa o van a preguntar a un familiar”, incide.

Javier Rueda reivindica los bares como los lugares a los que “ir para perder el tiempo”, en los que llevar a cabo prácticas muy informales y muy poco productivas para una lógica de mercado que se están perdiendo, como “irse de cañas o el txikiteo”, pero que son “fundamentales para la sociabilidad cotidiana de muchísima gente, para encontrarse con gente, crear vínculos, conocer a gente de un territorio, del barrio, del pueblo”. Defiende la lógica tabernaria “de entrar a un bar y de que el día nos sorprenda, como en esa una idea muy sevillana del enrelío: tú sales por la noche y te enrelías, sin planificación”.