El probador de alfombras
"Parece probador de alfombras", me dijo mi amigo Miguel Ángel en un SMS. Sí, por aquel entonces nos comunicábamos así. Calculo que pusimos unos cincuenta mensajes de móvil cada uno. Nos gastamos un dinero. Más barato hubiera resultado pillar un taxi e ir uno a casa del otro para ver el programa juntos. Estábamos asistiendo a la gala de presentación de la tercera edición. No veas lo bien que lo pasamos comentándola juntos.
El de las alfombras era Jacinto Garbayo, que decía aquello de "la puerta". Siempre pedía con urgencia que le abrieran la puerta del confesionario. No era capaz de esperar como todos los demás. Era excesivo en todo. Fue la segunda expulsión de su edición, y en esa ocasión sí que estaba cantada. Lo que yo te diga. "¿Por qué probador de alfombras?", pregunté a mi amigo. "¿No le ves? Siempre mira para abajo. Parece que estuviera probando todo el rato las alfombras", me contestó.
Tal vez no lo supe entonces, pero mi mente debió decidir en ese momento, o en cualquier otro de esas cincuenta veces en la noche, que aquello tenía que compartirlo con más gente. Esa noche nació, sin pretenderlo, el gato encerrado.
Realmente no nació en aquel preciso momento, sino cuatro o cinco días más tarde. Necesité ese tiempo mínimo para resolver dos cosas. Primero aclarar mi mente y terminar de decidir si quería hacerlo. Luego adaptar un espacio que había creado para otra cosa y convertirlo en mi crónica de Gran Hermano. Jamás hubiera creído entonces que 13 (12 más 1, si eso) años y medio más tarde seguiría aquí pegado, esperando otro estreno e ilusionado con poder compartir mi opinión con más gente.
Casi nada ha cambiado en este tiempo. Mi ilusión intacta. Las ganas inacabables. La ironía siempre a punto. "Me encanta tu ironía", me dice alguien que alcanzó gloria reciente gracias a Gran Hermano. Me hace ruborizar, como siempre. El elogio debilita y yo estoy más hecho al palo y tentetieso.
Decía que está casi todo igual. Bueno, a ver, uno anda un poco más mayor. Gato viejo, supongo. O maduro, al menos. Y no suena 'Queen of the night' de Nyman sino las Gymnopédies de Satie. Tampoco tengo vela de vainilla, que me estoy quitando. Y Miguel Ángel ya no es mi cómplice en esto. Lo fue un mes y medio, poco más o menos. Suficiente para sujetar la goma alrededor de mi brazo y apretarla bien mientras aguantaba la aguja con otra mano. Se marchó a sus cosas cuando terminé de inocularme del todo este veneno de Gran Hermano. Ya no había marcha atrás. Me había convertido en un enfermo, y de esto no se sale fácilmente. Ni puñetera falta que hace. Por lo demás, como si no hubiera pasado el tiempo.
Desde aquellos tiempos hemos pasado muchas cosas juntos. Contigo aprendí a reírme con respeto, a emocionarme sin contención, a divertirme con arrobo. Conseguí sobrellevar la frustración de no comprender. Sentí alivio, esperanza, sosiego… y miedo. Sí, miedo, por extraño que parezca. Disfruté con todo lo bueno que me estaba pasando, y me acostumbré a tu acerada crítica. Ahora sonrío con lo bueno, sin aspavientos. Y lo mismo con lo malo, que no lo es tanto. Lo único a lo que no termino de acostumbrarme es a la mentira. Aunque mucho peor cuando alguien piensa (y dice) que quien miente soy yo.
Seré sincero, mi peor momento en años fue cuando hace unos meses alguien me acusó de copiar la transcripción de una conversación, y el argumento o conclusión que la acompañaba y complementaba. Lo pille a medias, sin tiempo para otra cosa que no fuera escribir lo de ese día, con los primeros destellos de la mañana. Esperé paciente y recuperé el momento gracias a esos angelitos de la guarda que publican con dificultad vídeos del directo. Algún día dejaréis de ser tan incomprendidos. Confirmé mis sospechas y conclusiones. Al día siguiente hice la transcripción y me esmeré en contar algo que nunca me pareció gran cosa. No estaba ante un gran scoop. Nada que no estuviéramos sospechando desde muchos días antes.
Al día siguiente hasta algunos de los más afines debieron pensar que era un ladrón y había robado el argumento. Incluso que había copiado la letra y música de esa canción. Nada más lejos. La simple lectura de ambos textos valía para observar que había cosas distintas en ambas transcripciones. Cosas que uno contaba y otro no. Y viceversa. Coincidía la conclusión, claro. Había que estar ciego y anestesiado para no darse cuenta. Hice entonces lo que acostumbro. Seguí mi camino, ajeno a todo menos a aquello de lo que no lo puedo estar. Seguí atento a la ventanita, deseando no fallar. No había fallado aquel día. Por eso, a pesar de la incomprensión de algunos, pese a mi dolor, estaba feliz.
Me preguntaban el otro día Álvaro de la Lama y María Lama, enormes profesionales con quienes tengo el gusto de compartir un rato de radio cada semana, si estaba nervioso ante el inminente estreno de Gran Hermano 16. “Nervioso no”, les respondí, “si acaso preocupado”. Es la preocupación de siempre, porque a estas alturas de la película estoy seguro de que el programa no nos va a fallar. Tengo confianza en el equipo que hay detrás de lo que vemos. Y confío porque se lo han ganado. No hay más. Por tanto, si algo puede fallar, me temo que puedo ser yo. Aunque, bien mirado, mejor que así sea. Si ha de fallar algo que sea lo menos importante.
No diré que me obsesiona, pero tampoco puedo evitar pensar en ello. Sin querer resultar presuntuoso, creo que hasta ahora no he ido mal de intuición. Si fuera creyente pondría una vela al santo que corresponda esto de las intuiciones para pedirle que no me abandone. Bueno, de paso otra a quien le toque para que sigáis confiando en mí. Y, ya puestos, igual es momento de que se cumplan otros deseos. Ah, no me olvido de lo del dichoso sorteo del euromillón, que llevo poniendo dinero años y eso es un saco sin fondo. Ya si me viene a la cabeza alguna petición más, edito y añado.
Si he de ser sincero, confieso no saber cuál es la clave. Supongo que consiste en estar atento, y mirar siempre a los ojos de la gente. “No mires a los ojos de la gente, me dan miedo, mienten siempre”, decía una canción de Golpes Bajos en los ochenta. Pues justo al revés. Lo bueno es dar con la clave del instante en que esos ojos mienten. Se miente antes con los ojos que con las palabras. No puede haber mejor indicativo que ese. Nada hay comparable a ese momento.
Recuerdo un viernes de GH 10 en que sentí el impulso irrefrenable de decir lo que pensaba de una concursante. "Me ha estado engañando, ahora sé lo que es", me dije a mí mismo. Lo escribí de corrido y sin pensarlo mucho. Necesitaba soltarlo a borbotones, tal como había llegado a mi mente. Me sobraban las explicaciones, aunque estaba obligado a darlas. Sabía que era así. Era muy difícil quitármelo ya de la cabeza. La concursante era Loli Fernández, pero eso da lo mismo en realidad. Lo recuerdo ahora y pienso que tampoco era nada importante, pero en aquel momento sentí la necesidad de contarlo. Publiqué mi escrito y horas después Iván Madrazo tuvo una discusión con esa compañera. Al rato se juntaba con Almudena Martínez (“Chiqui”) en el jacuzzi para repetir una por una mis mismas argumentaciones e idénticas conclusiones. Igual nos equivocamos los dos, no digo que no. Pero entonces sentí que había mirado bien a los ojos de aquella concursante de quien alguien más pensaba lo mismo. Y ese alguien convivía con ella todo el día. No podía estar más feliz.
Más veces me ha ocurrido lo mismo. Tampoco se trata de recopilar aciertos o alegrías. También me he equivocado muchas veces. Unas las reconozco y otras las he de suponer. En todo caso, son muchas más las alegrías que he tenido desde aquella noche del probador de alfombras. Ahora lo recuerdo y pienso que es una suerte no tener la costumbre de mirar siempre para abajo, porque si lo haces te estás perdiendo muchas cosas. Mucho mejor mirar ojos que alfombras. De ser algo, yo me pido ser probador de ojos.
Dicen que la edición que se estrena este domingo será la de los secretos. Seguro que lo vamos a pasar bien. Yo hoy necesitaba contar alguno de los míos. Secretos de poca monta, sentimientos guardados celosamente, pasajes de una historia que no pasará a la idem. Son recuerdos que pasan por mi mente como un alegre recuerdo. Apenas me queda sitio para rememorar aquellos momentos en que me sentí "como un lobo herido, salvaje y estepario" (dice una de mis preferidas canciones de Miguel Bosé). Volverá a pasar de todo. Así debe ser. Ora alegre y complacido, ora lobo que restriega sus heridas en los bordes del próximo escrito.
El Gran Hermano de los secretos, y en alguna medida también el de las supersticiones vencidas. La cosa comienza un día 13, que será para mi querida Milá el "doce más uno". ¿Quién lo hubiera pensado? Ahora bien, yo no renuncio a refugiarme en estos días previos al estreno de una nueva edición a cumplir con algunas de mis extrañas supersticiones. Son pocas de las que hago gala, pero una de ellas es volver a detenerme a leer un prodigioso párrafo de la novela "La inmortalidad" (1988), de Milan Kundera. Desde siempre he visto en los ojos de Agnes el ojo inquieto de tantos, y pienso siempre en ese "ojo de todos" como en el ojo de Gran Hermano:
«Agnes recordó que una vez, cuando era niña, se había quedado deslumbrada con la idea de que Dios la veía y la veía ininterrumpidamente. Fue entonces cuando sintió por primera vez el placer, la extraña satisfacción que el hombre siente cuando es visto, visto contra su voluntad, visto en los momentos de intimidad, cuando es violado por una mirada. La madre, que era creyente, le decía “Dios te ve” y pretendía así enseñarle a no mentir, a no comerse las uñas y a no meterse el dedo en la nariz, pero ocurrió algo diferente: precisamente cuando se dedicaba a hacer algo malo o vergonzoso, Agnes se imaginaba a Dios y le enseñaba lo que estaba haciendo… y llegó a la conclusión de que hoy el ojo de Dios ha sido remplazado por la cámara. El ojo de uno ha sido remplazado por el ojo de todos. La vida se ha convertido en una gran orgía en la que todos participan».
Os invito a que volváis a vivir con nosotros esta gran orgía. Hagamos de probadores de ojos, mejor que de alfombras. Y gracias por venir.