Opinión

Al chelo, el viñedo que mira al cielo

Al Chelo con el Castillo de los Marqueses de Villafranca del Bierzo al fondo
Al Chelo con el Castillo de los Marqueses de Villafranca del Bierzo al fondo. Manel Esclusa
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“Toda obra bien hecha, es un acto de amor”. (Antoine de Saint-Exupéry).

Corullón suele amanecer envuelto en neblina. Las laderas se descubren a media luz, salpicadas de verde viejo y pizarra rota, todavía con el recuerdo humeante de los incendios que este verano rasgaron el Bierzo, muy cerca de allí. El viento trajo ceniza, unas cuantas ramas caídas, dicen que los fuegos no solo quemaron madera, sino también memorias, senderos, silencios. Y sin embargo, la viña resiste, como un latido al filo de la cicatriz.

Estuve con Ricardo Pérez Palacios (antes de que esos incendios asolaran la comarca), rumbo al paraje de Chao do Val, donde se alza la bodega diseñada por Rafael Moneo. Ya de lejos se percibe cómo la arquitectura parece surgir de la tierra: mucho de lo construido está bajo ella, excavado, mimetizado. Se advierte que no se ha querido vencer al paisaje, sino acompañarlo. Más de la mitad de la bodega es subterránea; los calados, horadados en roca, descendiendo hasta 20 metros para cobijar al vino.

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Ricardo me contó que “Moneo nos dejó participar mucho en la definición de cómo iba a ser la bodega… para que se hiciese lo mejor posible, para elaborar y criar los vinos”. Esa colaboración íntima entre la mano del vinicultor y la del arquitecto se siente, se respira: muros gruesos que guardan frescor, ventanas como miradores al corazón de la hoz del Bierzo, pasillos interiores por donde se oye el rumor del viñedo, del viento, del agua.

Custodios de lo inmanente

Ricardo custodia Corullón, un mosaico de laderas imposibles, suelos de pizarra y viñas viejísimas. Aquí nacen vinos que son pura filigrana: verticales, florales, etéreos pero con nervio.

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Él y su tío Álvaro, son la delicadeza hecha vino. Sus mencías tienen finura borgoñona, casi atlántica: capas de frutas rojas, violetas, hierbas de monte y una mineralidad que te recuerda que te estás bebiendo lo singular de un territorio.

Alvaro Palacios, Chelo Palacios y Ricardo P. Palacios. Foto cedida por Descendientes de J. Palacios

La Faraona (su “tripremiado” con 100 puntos Parker), es uno de los grandes vinos de parcela en España: una viña mítica, a más de 900 metros de altitud, tan escarpada que cada racimo supone una heroicidad.

Ricardo lleva años trabajando en biodinámica, buscando expresar el viñedo sin maquillajes. Labra con mulas y caballos, no utiliza herbicidas, aplica preparados de plantas y vendimia a mano, racimo a racimo.

Gracias a los Palacios (y por supuesto a Raúl Pérez), el Bierzo, esa patria líquida invisible y roja que se bebe despacio como se escucha un secreto, entró hace ya tiempo en la liga de los grandes terruños del mundo. Sus vinos se beben en las mejores mesas, pero siguen teniendo algo profundamente humilde como una conversación a la luz de una bombilla en una bodega fría.

Álvaro y Ricardo al encontrar esta zona se emocionaron y se les reavivaron ideas latentes en sus cabezas: exposiciones sur, cepas centenarias, suelos esquistosos, arcillosos, un clima continental con influencias oceánicas, vértigos y latidos cálidos en las sombras frías… Había otros bierzos posibles, pero ellos intuían un tesoro bajo sus pies.

“El silencio es una forma de la música”, escribió el poeta leonés, Antonio Gamoneda, y en esta estrofa podría estar describiendo esas madrugadas de Corullón, cuando las heladas cortan la respiración y solo crujen las hojas bajo las botas del viticultor. El Bierzo tiene ese silencio: lleno de savia, de brumas y esperas. Acompaña en lo incierto.

Arado romano de vertedera utilizado para el laboreo

El viñedo inclinado, la madre, la hermana: Al Chelo

A media mañana subimos por esas laderas inclinadas de la zona, escarpadas, con desniveles de hasta 300 metros en algunos puntos. Las cepas viejas, la mencía principalmente, hunden sus raices en suelos que son casi memoria: precámbrico inferior, pizarra, antiguos lechos biológicos transformados, piedra fragmentada. Cada parcela tiene un nombre: Moncerbal, Valdafoz, Lamas…

Y en ese páramo vivo madurando uvas, nace Al Chelo. Un vino que, aunque reciente en añadas, parece provenir de una historia antigua. El nombre ya estaba y de repente por “ese desencadenante del azar que se llamada destino” (Luis Landero), apareció una forma diáfana y reveladora: la conexión familiar. Al Chelo interpela en lo que tiene de evocación, de herencia afectiva cargada de resonancias: a Chelo Palacios (fallecida en 2021), madre de Ricardo Pérez Palacios, hermana de Álvaro. El nombre mismo suena como un susurro: “Al Chelo”, con mayúscula, con mayordomo de lo íntimo. Este encuentro casual, como una estampa de óleo frágil, asienta la confirmación de que en estas laderas difíciles y sublimes sigue naciendo la magia de lo inesperado. Y de que a los recuerdos siempre se les debe algo.

El viñedo que da ese vino está en Valdafoz, apenas 0,39 hectáreas, pero tremendo en significado. Mano de hombre y mujer, de generaciones; como he dicho: cultivo biodinámico y ecológico; vendimia manual; cuidado extremo. La añada 2023 de Al Chelo se articula entre un invierno frío, primavera con calor adelantado, un verano con los tumbos del tiempo y olas de calor, y una vendimia de lluvias y racimos. Todas esas tensiones le dan carácter.

Vista de Al Chelo desde San Martín

La añada 2023

Regresamos a la bodega. El mediodía presagiaba un atardecer de color ámbar, como si el sol quisiera fermentar su propio vino. El aire traía un eco de tomillo, pero también la frescura de la pizarra. Nos sentamos frente a un gran ventanal sobre la pendiente. Ricardo miraba el horizonte, el perfil de los montes que cierran el Bierzo como un anfiteatro. Y me habló con una serenidad que arrastraba muchos inviernos:

“Cada añada es una conversación con la tierra. A veces te escucha, a veces te corrige”. Solo el murmullo de una brisa movía las hojas. En la apertura de la botella, Al Chelo 2023, hay algo de reverencia. No es solo vino que entra por la copa, es la tierra que susurra. Reflejos violáceos como si el perfil de esta tierra se hubiera detenido para mirarse en el cristal. La nariz es pura fruta de sotobosque, mora silvestre, cereza carnosa y un leve guiño a hierbas de monte que recuerdan que aquí la viña convive con el romero y el tomillo.

En boca frescura y verticalidad, tanino firme pero sedoso, acidez que aligera y prolonga un fondo mineral que es casi una caricia de pizarra húmeda. Sabe a memoria rural. Cada sorbo es un paso más hacia un paraje secreto, elegante, conmovedor. Este es un vino que aguantará el tiempo con entereza por su acidez viva y su estructura mineral. Todo invita a guardarlo y verlo crecer en la botella como un relato que se va escribiendo solo. Beber Al Chelo es aceptar un trabajo minucioso, es descorchar el silencio como parte de lo que somos: la memoria. Es entender que el vino no es solo placer estético, sino resistencia, complejidad envolvente, poesía líquida. Una huella difícil de olvidar.

Al Chelo 2023

Álvaro dice que para comprender esta tierra “hay que entender a la cantidad de generaciones y generaciones que han trabajado las viñas para que esto esté aquí”. Y uno recuerda la frase de Georges Bernanos cuando decía que “la patria es ese árbol sobre el que rasgamos nuestra infancia”. Aquí la patria es ese viñedo centenario, esa madre, esa hermana, ese nombre que canta Al Chelo.

Me despido y empiezo a descender hacia Villafranca. Corullón con su bodega de Moneo, no es un refugio idílico: es un lugar de tensión. Entre el hombre y la roca, en la espera del vino, entre lo antiguo y lo nuevo. Y sin embargo, también es un testimonio de esperanza. Los incendios que inflamaron la zona un mes después hicieron visible la fragilidad, pero el viñedo y la apuesta por Al Chelo enseñan resiliencia.

En la vendimia, en el cuidado de los caldos bajo tierra, en la mirada hacia ese paisaje aristocrático de la pizarra y en este hermoso valle, hay mucha dignidad. “El vino nos da patria”, podría decir algún poeta, si encontrara la metáfora justa. Aquí, en Corullón, lo da: patria, madre, hermana, nombre, canto… Mientras pienso en una frase de Rilke que me viene al vuelo: “La tierra no es un lugar, sino una respiración que nos sostiene”.