Opinión

Ricard Camarena: qué comer y beber entre la huerta y el mar

Ricard Camarena. Cedida
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El tren salió temprano, con ese sigilo eléctrico de los viajes que prometen algo. Al principio, la Mancha nos recibió con un cielo azul impoluto, casi insolente, como si alguien lo hubiese pulido con gamuza. El sol pintaba sombras alargadas sobre los campos desnudos y algunos molinos (de los pocos que quedan) guardaban silencio como viejos guardianes de historias que ya nadie les pregunta.

Cuando el convoy se internó en territorio de Utiel-Requena, el paisaje cambió: filas interminables de viñas peladas, retorcidas, quietas. Una especie de ejército vegetal esperando órdenes de primavera. Viñas que parecían, como escribió Paco Cerdà, la resistencia muda de la tierra frente al olvido”. Ahí, con esa estampa austera, el viaje empezó de verdad.

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Valencia y el mérito de Camarena

Llegamos a Valencia: fría, clara, azulísima. Esa luz de Sorolla que no perdona arrugas ni mentiras, la misma que Blasco Ibáñez describió como un mar de claridad donde hasta las sombras parecen encendidas”.

Íbamos a celebrar la vida, la de Santi, que sumaba otra vuelta alrededor del sol: Elena, Elisa, Amparo, Pedro y yo. Y para la ocasión, para la liturgia, nos esperaba Ricard Camarena Restaurant. Ese templo moderno, elegante, distinguido, donde la belleza nunca es artificio sino consecuencia.

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Entrar allí es entrar en el reino del equilibrio silencioso: mesas amplias, luz justa, ritmo pausado. Una ceremonia en la que todo sucede.

De repente, como “la memoria también tiene su propio oleaje”, que decía Manuel Vicent, recordé la exaltación de mi visita de 2019, cuando lo llamé (con la osadía gozosa de un correcaminos hambriento) el alquimista verde de Valencia. Y nada ha cambiado en ese sentido. O sí: ahora Ricard parece aún más dueño del vegetal femenino, más íntimo con su huerta, más fino en la extrañeza. Siente lo que hace y lo enseña desde el corazón. Chirbes escribió: “La cocina no es sólo alimento: es memoria, deseo, paisaje". Pues bien: Ricard despliega una superficie de primaveras sobre una partitura de tierras mojadas.

Una propuesta equilibrada y sólida

El menú, delicado, extraordinario, tenso como una orquesta de cuerda bien afinada, empezó con ese juego suyo de preludios.

Lo primero que nos impactó fue la alquimia líquida: la infusión fría de tomate, champiñón y poleo silvestre; la sopa fría de espárrago blanco, almendras y hierbas… Ricard no exprime: destila, fermenta, macera. Cada caldo es un extracto emocional del ingrediente, no una versión aguada del mismo.

Y luego el atún.

¡Qué manera de declinarlo! ¡Qué precisión casi japonesa! ¡Qué respeto ancestral! Diferentes cortes, diferentes maduraciones. Una sinfonía discreta y perfecta. Un susurro marino sin alardes.

“El agua lo sabe todo”repetía el protagonista de “Cañas y barro” de Blasco Ibáñez.

Hubo además caricias huertanas: alcachofas con jugo de merluza y vainilla; una trufa negra encerrada en hojaldre como una confidencia de sobremesa; una cebolla asada con holandesa de caviar que era una broma divina entre cocineros y ángeles.

Los postres llegaron como llegan las palabras al final de una hermosa epístola: sin prisa. Lemon pie, tatín, chocolate, calabaza. Dulces que no buscan engordar el recuerdo, sino perfumarlo.

Los vinos, a propuesta del sumiller, fueron puro lirismo líquido: Calvestra Brut Nature 2019. Burbuja fina, elegante, “una espiga de invierno que aprendió a bailar”. Un espumoso que limpia, prepara, afina. Arcova baldover 2023: blanco honesto, territorio puro. Frescura con acento valenciano, cítrica y herbal, como si la brisa de l’Horta se hubiera metido en la copa a contarnos un cuento. La Mujer Caballo 2021 Un tinto con carácter, casi biográfico. Rebelde, oscuro, terroso. Un vino que no quiere gustar a cualquiera, sino ser recordado por quien lo entienda.

Un trío perfecto. Una conversación entre el terruño, el tiempo y la mesa.

Salimos del restaurante felices, con ese recogimiento interno que sólo provocan las obras maestras discretas. Afuera, Valencia seguía siendo azul y fría, como si respirara mar por dentro.

Y entonces vinieron los abrazos.

Ricard, generoso, cálido, con esa sonrisa de quien sabe que la cocina no son estrellas ni titulares, sino personas. Abrazos largos, agradecidos, de esos que pesan lo justo y se recuerdan siempre. Quizá Rafael Chirbes tenía razón cuando dijo: “Hay momentos que uno desearía envasar al vacío”. Este fue uno.

Y nosotros, afortunados, estuvimos dentro.