Sergio Leone, érase una vez el rey del espagueti western

  • Una exposición recuerda en Roma al director italiano, rey del género que se conoce como 'espagueti western'

  • Ennio Morricone, Clint Eastwood y los desiertos de Almería fueron sus sellos de identidad

Los títulos de crédito anuncian en la pantalla que un tal Bob Robertson dirige Por un puñado de dólares. Suenan una flauta y unos silbidos inconfundibles. Estamos, sin duda, ante el primer gran éxito de Sergio Leone, el rey del 'espagueti western'. Pero resulta que en 1964, cuando salió la película, el director que todavía no era nadie sí que podía presumir ya de ser el gamberro que siempre fue. Firmó el filme con pseudónimo, en honor a su padre, Vincenzo Leone, que a su vez utilizó el sobrenombre de Roberto Roberti para ocultar a su familia que quería hacer carrera en el cine.

Nada más entrar a Érase una vez Sergio Leone, la exposición que recuerda estos días al director en el museo del Ara Pacis de Roma, se ven las primeras fotos en blanco y negro de padre e hijo. La trayectoria del mayor de los Leone le sirvió al pequeño para conocer los míticos estudios de Cinecittà, ponerse a las órdenes de grandes como Vittorio de Sica o William Wyler -eran los tiempos en los que las estrellas de Hollywood desfilaban por Roma- y hacer su primera película, El ElColoso de Rodas (1961). Sin embargo, fue con la segunda, Por un Puñado de dólares, con la que ingresó en el olimpo.

“Dear Sergio Leone”, comienza una carta de Akira Kurosawa, que se puede ver en la muestra, en la que le pide explicaciones por haberle copiado la obra. El director japonés acababa de estrenar Yojimbo (1961), una historia de samuráis, que Sergio Leone no tuvo ningún reparo en copiar plano por plano, adaptándola al lejano Oeste. En las salas de la exposición, unas pantallas a modo de VAR tampoco tienen complejos en reconocerlo.

Kurosawa ganó el litigio y, como compensación, consiguió quedarse con los derechos de Por un puñado de dólares en Japón y obtener un 15% de la recaudación a nivel mundial. Demasiado bueno -o demasiado rentable- debía ser lo que acaba de hacer el italiano para que el plan no fuera hundirlo sino aprovecharse de él. Había nacido el 'espagueti western'.

Un nuevo modo de contar el Oeste

Las pelis de romanos, con las que se inició Leone, habían pasado de moda. Y el boom económico de los sesenta exigía ir más allá del neorrealismo italiano, tan brillante como deprimente. A unos, como a Fellini, les dio por el surrealismo; a otros, como a Pasolini, por el existencialismo. Mientras que a Sergio Leone -que se había visto todo el western de John Ford y guardaba en el cajón la novela americana de Dos Passos, Hemingway, Fitgerald o Chandler- quiso reinventar el cine de vaqueros.

Los protagonistas dejaron de ser nobles héroes contra villanos inmorales. Fue como meterlos a todos en una lavadora de fango, de la que el director sacó un cargamento de sucios y violentos personajes. La bolsa con el símbolo del dólar ya no era para el virtuoso sino para el más rápido y espabilado. El decorado de Sergio Leone era un mundo en ruinas. Pero un mundo, al fin y al cabo, divertido.

Morricone, Clint Eastwood y Almería

El cambio de narrativa estaba servido, aunque para ello necesitaba una banda sonora que lo acompañase. Llamó a Ennio Morricone, con quien había compartido pupitre en la escuela, y le pidió una serie de disparates que se transformaron en sello inconfundible de todo el cine que firmaron juntos. Cuenta el compositor en una entrevista que se ve en la muestra que cuando al realizador le gustaba algo, le pedía repetirlo una y otra vez. Y así quedaron para la historia esos silbidos, los latigazos o el pium, pium de las siempre humeantes pistolas.

Hacía falta también un personaje. Leone confesaba que no buscaba un gran actor para un cine tan estereotipado sino una “máscara”. Y Clint Eastwood, según el cineasta italiano, tenía un registro de sólo dos expresiones: “con sombrero y sin sombrero”. Cuando Eastwood apareció en Por un puñado de dólares era sólo un actor de segunda que se dedicaba a la televisión y unos años más tarde se había convertido en el John Wayne de la época.

Faltaba sólo el escenario, tan importante como todo lo anterior. Y ahí emergen los desiertos de Tabernas, en Almería. El polvo de un paisaje árido era ideal para construir todo este ambiente crepuscular. Bastaba un zoom súbito a la cara del personaje, al que siempre le faltaba un afeitado, y el efecto estaba conseguido. Cuenta la exposición que Almería fue una especie de transmutación del ocaso del régimen de Franco. Ahora lo llamaríamos la España vacía, pero en su momento -más dado a la parodia- fue el 'espagueti western'.

Del western a la poesía

Morricone, Eastwood y Almería fueron una combinación ganadora. Con ella compuso Sergio Leone la llamada 'Trilogía del dólar', a la que se añaden La muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966). Le dio una vuelta al género en Hasta que llegó su hora (1968) y Agáchate, maldito (1971). Y, a partir de ahí, se puso a pensar en su proyecto más ambicioso.

Las referencias del cineasta italiano siempre fueron más elevadas. La exposición revela cómo se inspiró en Los fusilamientos del 2 de mayo de Goya o en el Quijote para alguna de sus escenas. El propio director confiesa que siempre tuvo en mente a Hopper, Chaplin o las epopeyas descritas por Homero para desarrollar su carrera.

Pero el director se había encasillado en un cine que podía ser considerado menor. De hecho, nunca ganó un gran premio internacional. De modo que se puso 13 años a trabajar en la que fue su gran antología: Érase una vez en América Érase una vez en América(1984). El metraje original, de más de cinco horas, no ayudó a su distribución. Pero en todo ese tiempo Robert De Niro y James Wood cuentan cómo evolucionó la mafia en Manhattan en tiempos de la ley seca, acompasados por una banda sonora de Ennio Morricone inolvidable. Al igual que sus maestros, Sergio Leone consiguió su gran novela americana. En tiempos de la nostalgia en el cine, sus discípulos estarían orgullosos de él.

No en vano, el italiano sirvió de inspiración para una nueva generación de directores como George Lucas, Spielberg, Scorsese o Tarantino, su reconocidísimo admirador. Sergio Leone no rodó demasiado, su filmografía se quedó ahí. Nos dejó en 1989, a los 60 años, de un ataque al corazón cuando ideaba una nueva película sobre la batalla de Leningrado. En la exposición cuentan que en el momento de su muerte estaba viendo en el sofá de su casa de Roma el filme Quiero vivir de Robert Wise. De ser verdad, parece un justo final para uno de los directores más cáusticos del siglo XX. Si no lo es, lo entenderemos como una más de sus bufonadas.