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Las estanterías de los supermercados rebosan, cada día más, alimentos procesados de los que conviene revisar ingredientes. Por este motivo es importante fijarse en la etiqueta nutricional, un aspecto del envasado que se ha convertido casi en un campo de batalla entre la industria y el consumidor. Lo que debería ser una herramienta para tomar decisiones informadas sobre nuestra salud, a menudo parece más un jeroglífico que muy pocos entienden del todo. Calorías, grasas, azúcares, porciones… ¿realmente sabemos lo que estamos comiendo?

La trampa de la porción de referencia

Uno de los motivos por los que cuesta entender esta etiqueta es la porción de referencia. Y es que, aunque las cifras de calorías o grasas pueden aparecer bien grandes, lo cierto es que no reflejan las del total del envase, sino una cantidad estándar, que el fabricante considera como “una porción” del producto. Se podría decir que el etiquetado no miente, pero tampoco facilita el entendimiento real del impacto nutricional.

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Calorías: el dato más visible y el más incompleto

Las calorías son uno de los datos más destacados en las etiqueta alimenticias, pero no siempre dicen lo más relevante. “No todas las calorías son iguales”, recuerda el Boston Medical Center. Un bol de frutos secos y un refresco azucarado pueden tener valores calóricos similares, pero su efecto en el organismo no es comparable. El primero aporta grasas saludables, fibra y micronutrientes. El segundo, solo azúcar simple.

Lo que verdaderamente importa es la densidad nutricional: cuántos nutrientes esenciales, como fibra, hierro o potasio, hay por cada 100 kcal consumidas. Sin ese dato, una cifra aislada puede inducir a decisiones equivocadas.

El %VD y su doble filo

Otro componente del etiquetado es el porcentaje mostrado en la columna de valor diario recomendado (%VD). Se trata de una cifra que trata de orientar al consumidor sobre qué porcentaje de la cantidad diaria recomendada de cada nutriente está incluido en una porción. Así, un 20 % de sodio en una porción indica que ese producto aporta una quinta parte del máximo diario recomendado.

La trampa en este caso es que se trata de valores porcentuales calculados sobre una dieta de 2.000 kcal, que no se ajusta a todo a la realidad de muchas personas, ya que cada uno tenemos unas necesidades distintas. Por eso conviene también fijarse con atención en la cifra exacta (ya sean gramos o miligramos), y no quedarse solo con el porcentaje.

Más allá de los números: el marketing también miente

Otro problema es el lenguaje engañoso en los envases. Etiquetas como “light”, “sin azúcar añadido” o “0 % materia grasa” pueden dar la impresión de que el producto es saludable, cuando en realidad no lo es. Pueden que no tengan azúcar, pero llevan edulcorantes artificiales y siguen siendo ultraprocesados.

Una encuesta de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) ya reveló que más del 70% de los españoles reconoce sentirse confundido con los mensajes publicitarios de los alimentos. La industria sabe jugar sus cartas, y el etiquetado es una de sus herramientas más eficaces para hacerlo.

Por todo esto, saber leer bien el etiquetado no es una obsesión nutricional ilegítima, sino un acto de alfabetización alimentaria. La FDA estadounidense lo resume en tres pasos: empieza por la porción, sigue por las calorías y después interpreta los nutrientes clave.

En última instancia, lo importante no es memorizar cifras, sino entender qué papel juegan los alimentos en el conjunto de nuestra dieta. Porque lo que decides en el pasillo del supermercado puede influir tanto en tu salud como en la consulta de un médico.