Una tradición muy británica: el asesinato político de sus primeros ministros

  • El Partido Conservador, suele decirse, es 'una autocracia templada por el asesinato'

  • El futuro de Johnson depende de su grupo parlamentario

  • Nueve de los últimos 16 primeros ministros han abandonado el cargo antes de finalizar su mandato

En tiempos como estos, suele describirse al Partido Conservador británico con las mismas palabras que se aplicaban al imperio de los zares de Rusia: “Una autocracia templada por el asesinato”. El primer ministro Boris Johnson lo sabe y, si la historia sirve como guía, también debe saber que su futuro en la residencia de Downing Street se presenta más bien oscuro.

Desde Neville Chamberlain hasta Theresa May, más de la mitad de los 16 primeros ministros desde la Segunda Guerra Mundial se vieron obligados a abandonar el cargo antes de culminar el mandato. Los laboristas tampoco son ajenos a la tradición, pero están muy lejos de alcanzar la cota alcanzada por los conservadores aunque sea simplemente porque 12 de esos 16 primeros ministros eran de los suyos.

Los Tories ejercitan el ‘asesinato’ político de sus primeros ministros sin miramientos. Da igual que el finado haya probado su valor con grandes triunfos electorales. En cuanto desprende el olor a derrota, sus huestes no dudan en lanzarlo por la borda. No en vano el Partido Conservador británico es la organización política más longeva y exitosa de Occidente.

Cierto que en el caso de Winston Churchill influyó la edad, tenía 80 años cuando abandonó Downing Street. También se podrían aducir motivos de salud física y mental en la sorpresiva dimisión del laborista Harold Wilson a mediados de los setenta. Y con David Cameron habría que hablar de suicidio provocado por el triunfo del Brexit en el referéndum que él mismo había convocado. Son las excepciones del consumado juego de dagas que se practica cada cierto tiempo entre los cortinajes y los pasillos de Westminster.

Anthony Eden dimitió por la desnortada intervención en Suez. Su sucesor, Harold MacMillan, tocado por el escándalo Profumo pudo envolver en oportunas razones médicas su salida antes de tiempo.

Thatcher, derrocada

Ninguno de ellos puede competir con la impronta que el liderazgo de Margaret Thatcher dejó en los conservadores e incluso en todo el país -¿no dijo que Tony Blair fue su mejor legado?

Arrasó en tres elecciones, pero su obstinada apuesta por la impopular tasa del Poll Tax y su creciente euroescepticismo le costó la cabeza en una conspiración montada por la élite del partido con Michael Heseltine en el papel de Casio y Geoffrey Howe como Bruto.

Tampoco al laborista Blair le salvaron tres victorias electorales sucesivas. No salió indemne de las secuelas de la guerra de Irak y al final tuvo que cumplir la promesa sucesora que le había hecho a Gordon Brown. A Theresa May la devoró el embrollo del Brexit.

El Comité 1922

Si el primer ministro no se da por aludido, si se resiste al abandono, si nadie le desafía, el empujón se lo pueden dar los diputados de base del grupo parlamentario, agrupados en el llamado Comité 1922. Deben el cargo a los electores de su distrito más que al liderazgo del partido. Si creen que su escaño corre peligro por la impopularidad del primer ministro, su lealtad suele situarse un peldaño por debajo del instinto de supervivencia.

Basta que un 15% del Comité 1922 pida una moción de confianza para desencadenar el proceso sucesorio. ¿Alguien se lo imagina en España donde impera la fidelidad perruna del grupo parlamentario del partido del Gobierno? Yo tampoco.

El escándalo que rodea a Johnson no tiene precedentes. Una conducta impropia que le afecta directamente, a diferencia del caso Profumo, el escándalo de espionaje y sexo que dio la puntilla a MacMillan. El primer ministro se hunde en las encuestas con cada nueva revelación sobre las fiestas que toleró y alentó en Downing Street saltándose las restricciones que él mismo había impuesto a todo el país por la pandemia. No hay día en el que no tenga que pedir perdón. Por ahora sólo falta un ingrediente indispensable para consumar su 'asesinato' político: el candidato a sucederle.