Álvaro Palacios y los viñedos tocados por la mano de Dios

  • Álvaro Palacios nació en el seno de una familia de bodegueros de la zona oriental de La Rioja

  • Se abrió camino en tierras muy distintas: desde el Priorat hasta el Bierzo, aventura que compartió con su sobrino Ricardo

  • Su biografía le enseña como un tipo enérgico, valiente, inconformista, de una curiosidad y unas ganas de saber insaciables y de un deseo de búsqueda interminable

Tiene ese aspecto de ir por la vida con los sentidos puestos en la escucha de la tierra. Ese es su afán: observar, detectar, atender, saber dónde están, dónde se encuentran esos viñedos privilegiados tocados por la mano de Dios y esperar a esas uvas que aparecen como palabras olvidadas.

En la trayectoria profesional de Álvaro Palacios (Alfaro, La Rioja, 1964) se aloja una persona inquieta que ha ido juntando paisajes antiguos y territorios fascinantes; orientaciones, latitudes, altitudes, suelos, climas… Una manera muy especial de estar en el mundo del vino.

Su destino no podía ser otro, al nacer en el seno de una familia de bodegueros de la zona oriental de La Rioja, y por ahí empezamos: “Somos unos cuantos hermanos y muchos no se han dedicado al mundo del vino, yo sí fui capturado, envuelto por la magia del vino, por el misterio de estos lugares fríos y oscuros de esta bodega de Alfaro. Soy muy apasionado y te confieso que quise ser torero, piloto de motos, cantante y muchas cosas más. Al final reparas en que el mundo del vino es apasionante, lleva consigo la magia de muchas tradiciones y eso te va seduciendo y así me di cuenta que de lo que más sabía era de vinos y para llegar a algo cuanto más sepas de ello mejor. Es algo telúrico”.

La biografía de Álvaro le enseña como un tipo enérgico, valiente, inconformista, de una curiosidad y unas ganas de saber insaciables, de un deseo de búsqueda interminable. Probablemente todo ello se fue gestando desde sus orígenes, por sus influencias familiares. “Seguramente sí. La imagen de mi padre, también muy apasionado por el mundo del vino, de la empresa, me lleva a ese paralelismo y admiración hacia él. Desde ahí se fue generando mi atracción, cuando él con buen humor o sin él (dependía del día) le hablaba a la gente con verdadero entusiasmo del vino, de sus leyendas, refranes, historias… A mí me llamaba 'don Álvaro o la fuerza del vino' (se ríe). Mi padre me despertó una gran admiración”.

Aquel chico salido de sus recuerdos emprendió pronto caminos internacionales: miró hacia el norte, hacia Francia, y puso su dedo sobre el mapa, en la demarcación geográfica de Burdeos: “Mi padre tenía también una visión muy internacional y al primero de nosotros que veía con inquietudes nos mandaba al extranjero. Mi hermano Antonio (mayor que yo) fue de los primeros enólogos diplomados en Burdeos, luego fui yo, me siguieron mi hermano Rafa, un sobrino, una sobrina, mi hija… Mi padre siempre nos inculcó la inquietud de formarnos, era una obsesión, quería que tuviéramos una perspectiva amplia del mundo, era quien nos animaba a ir a Burdeos, a California, a Londres…”.

En el comienzo de esta conversación decido marcar el número de Amaya Cervera, creadora de la publicación Spanish Wine Lover y colaboradora de El País Semanal. Amaya es la elegancia en la escritura del vino y buena conocedora de Álvaro Palacios. Le pido que comience hablándome de él: “Creo que lo que distingue a Álvaro Palacios es su visión del gran vino siempre ligado a la viña, a paisajes cargados de energía y a menudo también con connotaciones monásticas y medievales. Eso y su energía y confianza en sí mismo. Ese convencimiento de que iba a llegar a lo más alto que ya debía tener cuando vendía barricas por España mientras hacía sus primeros pinitos en Priorat. O en sus primeras visitas a la Wine Experience, el salón que organizaba la revista Wine Spectator en Estados Unidos y que reunía a la crème de la crème del vino mundial. 'Algún día yo estaré arriba en el escenario', les decía a sus compañeros de viaje de entonces: el distribuidor Quim Vila y el presidente de la Unión Española de Catadores, Fernando Gurucharri. Y vaya si estuvo arriba.

Con su simpatía (le gusta la fiesta, las motos, los toros y el flamenco), su don de gentes y su pasión por el vino, que describe más en términos poéticos que técnicos, se ha convertido en uno de los grandes embajadores del vino español por el mundo. Y ahora utiliza su posición y el respeto que inspira para impulsar clasificaciones que elevan el listón de las regiones en las que trabaja. Lo ha hecho en Priorat y en el Bierzo con su sobrino Ricardo Palacios. Es una auténtica locomotora, sobre todo si se piensa que es de los mayores productores en volumen, pero también quien firma los vinos más caros en ambas zonas. Mientras tanto, en su Rioja natal, le ha puesto un altar a la garnacha con el Quiñón de Valmira, un vino tan mágico como caro y escaso. Su última cruzada, con la vista puesta en el futuro y la herencia vitícola que recibirán las próximas generaciones, es la defensa de los paisajes del vino en España frente a la construcción indiscriminada de huertos solares y parques eólicos. Tiene energía para rato”.

Álvaro deposita sus ideas en cada territorio, en cada viñedo, en cada botella. Busca como un zahorí las coordenadas de la tierra de la que emergen esos viñedos privilegiados. La fuerza para él reside en las diferentes coordenadas que marcan a una geografía, que la señalan con su buena estrella: “La importancia de la tierra lo es todo aunque también la previsión meteorológica. Al final el vino lo hace el hombre, la persona, pero es tan importante sobre todo en el viejo mundo, que es donde están esos grandes vinos de magia inexplicable. En ese viejo mundo encuentras esta alineación de factores de un trabajo ancestral que topa con la variedad autóctona en cada lugar; esa afinidad que hace que se expresen la tierra y la uva en lo más exquisito. Podríamos decir que una tierra es también un país, una región, un municipio, en los que vas cerrando el ángulo y descubres esos parajes que son un capricho de la naturaleza, que te ofrecen temperatura, componentes minerales, sabor de una tierra; un microclima que baña de frescura o de luz al viñedo, de aires sanos… Es algo autóctono que ha estado ahí viendo pasar los siglos, desarrollándose en una plantación, con una forma de poda, una formación de cepa que al final alumbran esos vinos de dimensión magnífica, grandes vinos. La tierra y lo que pasa en la tierra lo son todo, poder ver cómo hay media hectárea que da la gloria y unos metros más allá ha cambiado porque la textura del suelo es más fría o caliente, o más calizo. En fin, la tierra es primordial".

Álvaro Palacios es un buscador de magias, del concierto y la ubicación, de que las cosas estén en su sitio, la celebración del encuentro con ese lugar que se ponga ante sus ojos como la tierra en donde empieza todo. Esa hectárea elegida por Dios: “Creo que en egipcio la definición de vino es agua de dioses, el vino basado en coeficientes sagrados, en tener que ver con lo divino y por eso esa expresión es la mejor manera, la más esquemática para definir lo mejor, lo inexplicable expresado por los suelos y los sabores que emanan de ellos, por el clima… De la añada, ese capricho de temporada que viene del cielo para ofrecernos cada año vinos diferentes. Es difícil de explicar científicamente, sabemos que las arenas y la cal dan una textura o que la arcilla con hierro da vinos más dulces, más alcohólicos, con más tanino, pero como vamos ya de rasgos magníficos que al final la cumbre del vino es la magia y cuando te conmueve se para el tiempo por eso lo queremos tanto a los que nos gusta hablar de vinos”.

“Éramos exactos en lo excepcional”, escribió el poeta francés René Chair.

Paco Berciano es el motor de una de las catas de vinos más importantes de Europa: “El alma de los vinos únicos”, y persona a la que admiro profundamente por su manera de explicar y vivir el vino. Le llamo para que participe en esta distendida charla de amigos, para que me hable de Álvaro Palacios: “Le conocí hace muchos años, ahora en el recuerdo todavía parecen más. Hablaba por entonces con pasión, como lo ha hecho siempre, de barricas, de la relación entre la madera, los diferentes tipos y orígenes de la madera, y el vino.

Poco después se fue al Priorat a iniciar una de las aventuras más apasionantes del vino español. Una zona al borde de la desaparición convertida, gracias al esfuerzo de unos pocos locos, en una zona de moda. Allí aprendió de sus inercias iniciales, las que tuvieron todos, y pronto dio un giro importante apostando más por la historia del sitio y sus variedades. Su pasión por la viña le llevó a sitios como L’Ermita, un paisaje que desafía el tiempo y el vértigo, para crear de la nada uno de los grandes vinos de los que los españoles podemos presumir.

Después llegó su aventura en el Bierzo, junto con su sobrino Ricardo, Titín. No es para nada casual que en las dos denominaciones de origen que mejor han resuelto el tema de la clasificación de viñedos y sus distintas categorías la bodega más importante sea de Álvaro Palacios.

Juntarse con Álvaro es recordar historias, compartir vinos y risas y disfrutar de una persona tan brillante como generosa”.

Dice el profesor Joaquín Araújo que “todo lo que permanece oculto casi siempre supera en importancia a lo visible”. Álvaro es hijo de esos paisajes, de la tierra, y ha ido traspasando caminos, inventando geografías, pero sin perder de vista a su pueblo, ni ese espíritu que parece venido de otra época, de cepas viejas prendidas de un lirismo de uvas olvidadas, autóctonas, que esperan ser recuperadas. Tiene alma de agricultor y parece vivir envuelto en una quimera de horizontes. Le pregunto cuánto queda en él de ambas cosas: de aquel chico de pueblo y de agricultor: “Queda cada vez más en mí de eso -afirma-, pues tuve una época que fui muy comercial, porque si no vendes vino no puedes hacerlo, y mi gran inquietud fue conquistar el mercado como si fuera un conquistador extremeño. Recorrí muchas ciudades del mundo para llevar mi producto y después de muchos años he añorado la raíz, la tierra, el campo que son quienes te hacen poner los pies sobre la tierra. Incluso a veces pienso que si algún vino me salió muy bueno fue por estar ahí, cercano como un buen pastor, con esa cercanía del torero dándole el aire que necesite y siendo consciente que parcelas bien pequeñas me han dado vinos maravillosos, muy agradecidos, que han proporcionado a mis clientes grandes satisfacciones (me lo han dicho repetidas veces). Cada vez soy más de pueblo, más viticultor”.

El Priorat, el Bierzo, La Rioja

Abrió caminos en tierras muy distintas y ahí se dirige nuestra conversación, a la explicación del porqué de su presencia en demarcaciones geográficas tan diferentes: “Difícil resumirlo. La síntesis está basada en circunstancias históricas, económicas y políticas del siglo XX. Un día descubrí y me convencí de que el nuestro es un país vitivinícola que tiene los mismos ingredientes que tienen los vinos franceses e italianos más afamados y, sin embargo, cuando era joven solo se conocía a los vinos españoles por ser baratos y por haber mucho volumen.

El siglo XX fue muy duro para el mundo rural: el tren rompió mercados cotidianos, llegó la guerra, hubo épocas de aislamiento comercial y el vino se vino abajo y solo resurgió La Rioja porque invirtieron y le dieron un punto de sofisticación al asunto. Y hablando de sofisticación, había un vino, Vega Sicilia, con vida propia, que nadie sabía de dónde venía, que era un vino propio de ricos. Los tiempos fueron cambiando hacia el aperturismo, España entró a formar parte de la Comunidad Europea, vinieron los JJ.OO. de Barcelona, la Expo. Todo iba cambiando y la progresión del país era evidente, se adivinaba un buen porvenir y en el mundo del vino se empezó a hablar de recuperación de viñas viejas, de uvas autóctonas y el sector vinícola empezó su propia organización”.

La frontera entre los años 80 y los 90 le llevó al Priorat, esa tierra de tiempo detenido que huele a uvas y a campo, de orografía accidentada, de terrazas inclinadas, de viñedos aferrados a sus suelos rocosos y de resonancias de los cartujos de Escaladei: “Pertenezco a esa generación -me dice- que vio que se podía aprovechar el resurgir de otras zonas vinícolas más allá de La Rioja y me puse a buscar viñas viejas en un lugar donde había una constelación de pequeños viñedos para elegir los mejores en una tierra con historia monacal. Quería poder adelantarme al tiempo y buscar un grand cru, esa es mi obsesión, buscar siempre un grand cru o varios de la categoría de los grandes vinos de Europa. Llegué allí muy joven invitado por un amigo de la familia, René Barbier, y me dije esto es la pera”.

El Bierzo mira a los 4 puntos cardinales, es una tierra que tiene de todo: huellas romanas, del Camino de Santiago, legados templarios… Agua, piedra, vino, fruta… Una melodía de naturaleza y patrimonio. Allí llegó Álvaro con su sobrino Ricardo para establecerse a finales de los 90, pero mejor que sea él quien lo cuente: “Mi sobrino andaba preparándose para esto en Burdeos y un día volviendo de una boda en Galicia paramos por el Bierzo y se despertó nuestra atención. Me pilló en un momento en el que ya había pasado mis penurias en el Priorat y empezaba a tener una holgura económica y nos animamos a embarcarnos en una nueva aventura. Ricardo y yo siempre tuvimos una sintonía especial”.

Y del Bierzo a La Rioja, a la casilla de salida, a ese compendio de historia, monumentos, paisajes y vino. Esa tierra fértil y hermosa; de milagros y relatos medievales. De huellas ancestrales: “En el año 2000 se murió mi padre y mi madre y hermanos deciden darme a mí la responsabilidad de la bodega familiar. Había que cambiar el rumbo, estábamos en una producción de dos millones de botellas y queríamos redimensionar, logramos bajarla a 900.000, cosa que ha ido agradeciendo la tierra y el negocio, la Finca de La Montesa. Era poner en práctica los conocimientos adquiridos en Francia, en USA, en aquella experiencia de los años 80”.

Mapa y brújula de diferentes territorios en los que ensamblar geografías, en donde cada parcela despierta una emoción y va dejando el rastro de la magia de unos vinos cuyo fervor no se acaba nunca.

Hablamos del éxito, de cómo lo lleva un productor de vinos que son, como dice el poeta Lorenzo Oliván, “Principio de otra música”, que dan la vuelta al mundo precedidos por su fama y su prestigio: “Pues lo llevo contento, nervioso, con humildad, porque siempre digo que el campo te pone en tu lugar, que es muy básico, pero siempre con el reto de poder codearme con los mejores productores del mundo, a veces hasta desde la amistad. Nosotros no tenemos todavía un prestigio, ni un bagaje tan antiguo como otros, llevamos apenas tres décadas de cierto reconocimiento en el hacer grandes vinos así es que me defino como el eterno Peter Pan. El verdadero éxito está también en gastar mucho asiento de avión”.

Al paso de la conversación sale el futuro, el legado, y le digo que quizá el mejor sea probar sus grandes vinos como estos tres que ahora están cada uno en su copa y de los que luego hablaremos: L'Ermita, Quiñón de Valmira y La Faraona. Me replica que su mejor legado es Lola, su hija: “Nos parecemos muchísimo en la pasión, en esta locura compartida. Incluso - me puntualiza- ella tiene una serenidad fría que me gusta más que la mía. Cata mejor que yo. Es muy trabajadora. Lleva también unos años preparándose internacionalmente aunque a lo que de verdad aspiro es a que sea muy feliz”.

Se cruza en nuestra conversación la llamada de José Antonio Navarrete, sumiller de “Quique Dacosta” (3 estrellas Michelin, 3 soles Repsol) y persona a la que también admiro por su ingente lucidez a la hora de hablar de vinos: “Hablar de Álvaro es hablar posiblemente del referente del vino español en los últimos 40 años. Él creyó y ha hecho creer a dos generaciones de viticultores que como él han visionado el viñedo viejo como parte de nuestro patrimonio, quizá por ello buscó fuera de su Alfaro natal su éxito. Un riojano haciendo grandes vinos en Priorat o Bierzo, redescubrir y reescribir nuestro patrimonio vinícola.

A diferencia de otros, supo que la existencia del vino está en la viña, en las variedades autóctonas, en el paisaje, en el suelo… eso que en la vieja España sonaba algo extraño, que existía, pero no tenía un nombre reconocido y que ahora todo el mundo lo utiliza a su parecer, el terroir. El vino que nace como reflejo de la viña. La viña que se embotella.

Álvaro no es sólo ese referente que necesitó nuestro vino y que supo poner un precio a la historia, es hombre de viña, es hombre de pueblo, es hombre de tradiciones y es padre de vinos que han hecho que se hable de otra España en el resto del mundo. Su mejor vino posiblemente es su hija Lola. Ella coge el testigo de la humildad, del conocimiento y sobre todo la inquietud de su padre”.

Conversar con Álvaro es entrar en un planetario del saber vinícola y de esta manera llegamos al punto de la charla en el que le pregunto cómo cree que ven al vino español fuera de España: “Lo aprecian por su buena relación calidad/precio -me responde-, pero España sigue siendo todavía un vino de marca. No son vinos de municipios, ni parajes, ni de viñas concretas. El 99% son vinos de marca, Rioja, Ribera del Duero, de origen regional. El vino está dividido entre estos vinos de marca y vinos de lugar, de origen, de capricho: un pueblo, un paraje, una viña… y eso no se defiende en España porque las D.O. no se crearon para defender eso. La industria es tan pesada que el lobby fuerte de las bodegas embotelladoras no quiere saber nada de esto, no hay atmósfera, no hay ambiente. En el Priorat y en el Bierzo se está empezando a defender ese vino de parcela, pero lo dicho, en líneas generales se entiende que el vino español es bueno por su precio, pero la parte de arriba está más desatendida y tener los tenemos, pero hay que ordenarlos, porque insisto, España tiene los mismos ingredientes que Burdeos o el Piamonte, con diferentes características pero la misma legitimidad, la misma magia, la misma profundidad histórica y geoclimática, con sus variedades autóctonas, su distinción, su lado genuino, único y por eso hay que trabajarlo, hay que vestirlo de garantía para dar la talla”.

La conversación se acaba bajo este crepúsculo templado de un día de marzo que para irse a dormir le va dando la espalda a la luz. Un viento tibio cubre el espacio que dejamos mientras apuramos los últimos tragos de estos vinos que tienen el color limpio de una noche oscura: L'Ermita nos da calor de intimidad, de emoción, es fino, conmovedor, delicado, elegante, fresco. Una caricia para los sentidos. Lo tiene todo.

Quiñón de Valmira. El vino que baja del Monte Yerga. Cálido, complejo, intenso. Frutas rojas y maduras, fácil de beber. El despertar del placer. Una sinfonía de garnachas.

La Faraona. Es magia en la copa. Es fino, equilibrado, intenso, profundo, aromático. Puro norte. Una leyenda fraguada sobre un sitio místico.

Nos abrazamos, nos despedimos y en el adiós le digo a Álvaro aquello que repitió Churchill en unas cuantas ocasiones: “Soy de gustos sencillos, por eso bebo lo mejor”.

Palabra de Vino.