El San Calisto, la última frontera romana contra la gentrificación

  • El bar es uno de los pocos locales que conservan las esencias en el turístico barrio del Trastevere

  • Este año ha cumplido medio de siglo de vida, sin haber cambiado apenas desde que abrió

Cuando alguien en Roma grita “Marceeellloooo”, resulta inevitable pensar en otro tiempo. Se olvidan las filas de turistas atolondrados que bloquean las estrechas callejuelas del Trastevere, la basura que rebosa de las papeleras, los socavones de las calles y hasta las penurias sufridas si has tenido que venir en autobús, lleno además de turistas que se presumen atolondrados y que por lo pronto son excesivamente ruidosos.

Con el apelativo retumbando en la mente, uno se sumerge en la dolce vita, soñando con que Anita Ekberg te invite a bañarte con ella en la Fontana di Trevi. Debe ser como si una mujer vocifera eso de “Pedrooo”, que no puedes dejar de pensar en Almodóvar, aunque en este caso con mayor sex appeal. Haciendo un esfuerzo por volver a la realidad, la Fontana se desvanece, pero no la época que desafía a lo que dice en la pantalla del móvil: diciembre de 2019.

Despertamos de la ensoñación en un bar donde la copa más barata cuesta 2,50 euros -3,50 si es importado y 4 si es “de marca”-, que celebra que la Roma ha ganado el Scudetto y en el que los camareros no llevan barba. Ni siquiera bigotillo retorcido. Algo raro sucede. Y al tal Marcello lo siguen llamando.

Intentando todavía ubicarnos, se percibe que la voz no es tan melodiosa como la de la actriz sueca, más bien chirriante e impaciente. El aludido responde que ya va, que está tratando de quitarse de encima al periodista que intenta buscar una anécdota mejor con la que comenzar este reportaje, y que el café es 0,90. Como si no supiera que hace años que aquí el IPC no está vigente…

El propietario

Realmente a nuestro protagonista ya le hemos dado el día sacándolo de la caja durante más de media hora, lo que ha provocado que el local entre en colapso por idéntico plazo de tiempo. Si alguien no entiende lo de la caja, en los bares de Roma primero se apoquina y después se pide en la barra. ¿No se le ha ocurrido a nadie un sistema similar para los autobuses, en los que nadie paga?

Total, que el señor tiene 73 años, uno más que Mastroianni cuando utilizó un cáncer de páncreas como pretexto para marcharse antes de ver en lo que se ha convertido esto. Lo que pasa es que a nuestro Marcello le da más reparos lo de dejar el trabajo, sobre todo si llevara muerte aparejada. Dice que aún le queda cuerda para unos cuantos años, pero que por encima de su cadáver y del de todos sus homónimos, “el bar no cambiará”.

Las bodas de oro

Lo compró hace 50 años por 12 millones de liras. Reconozco que nunca he sabido calcular en liras. En las películas, cualquier nimiedad costaba siempre muchísimas liras, cosas de no tener al BCE. En este caso nos echa un cable Marcello, que nos traduce que en estos momentos equivaldría a unos 5.000 o 6.000 euros. Continúo sin comprobar si es así o no, lo dice Marcello y basta. Que para eso fue él quien lo pagó, junto a su socio Fabrizio, con quien acaba de cumplir sus bodas de oro.

Él, ya nuestro amigo, llegó de los Abruzzo, que -obligados como estamos los periodistas a establecer símiles comprensibles- sería como ir de Salamanca a Madrid. O de Palencia. Lo pensé el primer día que puse un pie aquí, que éste era El Palentino de Roma, la versión auténtica del bar de la calle del Pez de Madrid, antes de que reabriera y mutara en un nuevo local old chic. Y eso que el propietario confiesa que no ha copiado su modelo de ninguna parte, que no ha viajado nunca, “sólo algunas vacaciones en la playa, cuando se ha podido”. “Es que ha sido duro, llegué aquí como lavaplatos y ahora vamos tirando”, añade.

La clientela

Entre otras maravillas, en el San Calisto es posible observar pasada la medianoche a dos romanos dispuestos a enseñar el idioma patrio a dos turistas rubias, madre e hija, aunque la mayor esté a punto de vomitar. No hay registros que lo atestigüen, pero estaría dispuesto a apostar a que la situación también ha ocurrido a la inversa. En la terraza se puede compartir mesa con tíos con camisetas sin mangas, rastas y guitarra, no importa que haga frío o calor; o gente aparentemente elegante: chaqueta ceñida, pantalones pesqueros y deportivas o zapatos sin calcetín. Para ambos personajes, el adjetivo ‘aparente’ es fundamental.

Lo de compartir tampoco es ningún giro lingüístico, encontrar una mesa libre no es tarea fácil. Pero ojo con traspasar la frontera imaginaria de la terraza a la vía pública con una copa -servida innegociablemente en vaso de plástico- o una cerveza, porque se corre el riesgo de ser multado. Hace un tiempo unos chavales comenzaron a armar bulla con la música a las 3 de la mañana y el local fue clausurado tres días.

El complejo de edificios que hay justo delante es propiedad del Vaticano. Con la Iglesia hemos topado. Y ahora, a falta de delimitar el área técnica como el de los entrenadores, en el interior del San Calisto han colocado un cartelón oficial de dos metros con escudo de Roma y todo, informando de la normativa en seis idiomas distintos. Se dice básicamente que no se arme bulla con la música a las 3 de la mañana y que para ello se prohíbe el consumo de alcohol en la calle más allá de la medianoche. Bien por el despliegue de información, bastaría con la mitad delante de muchos monumentos desamparados de la ciudad.

La noche y el día

Eso sólo por la noche, pero a la mañana, que es cuando hemos venido, el bar sufre una metamorfosis. Entonces se viene a tomar un cappuccino con cornetto –cruasán, no vayamos de enterados con los italianismos- o simplemente un café al volo. Esto ya se entenderá… Lo que no he entendido yo nunca es que en este país en el que se cuida tanto la alimentación e importa comer con calma, se desayune de forma tan frugal. Tan mal. ¿Dónde está el mollete con tomate? “Un nosequé, mi tostada con crema, la mía con manteca colorá, cerdo, y a mí una de boquerones en vinagre”, que hubiera pedido Arias Cañete de carrerilla y un camarero cañí le hubiera servido sin pestañear y con enorme eficacia.

En el tema cafetero, es cierto, nada que objetar. Pero, en fin, que a pesar del café y el helado, que tampoco puede faltar en Italia, la entrevista la estamos haciendo delante de 48 cajas de cerveza, que las he contado. Pero no botellines, botellas de 66 centilitros por cada una de las 15 unidades que contiene el paquete. Es decir, si hubiera un terremoto nos podrían caer encima unos 475 litros de birra Peroni. Y Marcello nos cuenta que esto en su momento “era una lechería”, en la que en los 70 se venía a cumplir sólo con la parte diurna, nada de lo de los párrafos anteriores.

No le interrumpo cuando empieza con el discurso de que ya nada es como antes porque me interesa para el reportaje. “Gregory Peck vino un par de veces a tomar café, incluso se lo hemos subido al papa Wojtyla cuando ha venido a estas oficinas que tiene aquí el Vaticano”, cuenta. Un momento, ¿y qué ha pasado entonces para que ahora al prota de 'Matar a un ruiseñor' y a Juan Pablo II los sustituyan esos dos individuos que ensayaban clases de idiomas con la guiri borracha? Aunque sólo sea por capacidad adquisitiva.

Me pregunto por qué cada ciudad tendrá un bar en el que se refugian los crápulas y llego a la conclusión de que quizás no los aceptarían en otra parte. Después, miro de nuevo el listado de precios. Están en esos cartelitos con caracteres de plástico duro en los que se anunciaban los premios de la Quiniela y la Bonoloto. Al menos en mi barrio… En una ciudad en la que una caña no suele bajar de cuatro o cinco euros y en la que el estilo prima por encima del contenido, no hablamos de un detalle menor. Les desafío a que busquen por todo el centro de Roma un local igual de honesto –en todos los sentidos-, en el que se pague 1,50 por la cerveza, y no lo encontrarán. Comprobando, se dejarán los ahorros en alcohol, eso sí.

La resaca de los ochenta

Pero ojalá los momentos más duros fueran como éste, sólo por el hecho de salir en TripAdvisor y atraer a clientes no tan genuinos como el lugar merece. Ahora el negocio va viento en popa. Entre sus parroquianos -que los tiene- abundan periodistas, de los que está el barrio lleno. Pero hay incluso cosas peores que un plumilla. Ocurrió en los ochenta, “cuando había que hacerles un agujero en el centro a las cucharillas del café para que los yonkis no las utilizaran” para hacerse un pico.

Cuenta Marcello que había que sacarlos de los baños medio inconscientes. Esta ciudad y este país fueron modernos antes que nosotros y ahora todavía creen que están a la vanguardia porque viven instalados en el recuerdo de aquellos tiempos. La pacata Italia se ha quedado muy atrás en usos y costumbres contemporáneos, pero la época de la heroína, amigo, fue igual para todos. A Marcello, un hombre poco dado a las revoluciones, no le gustaron aquellos años. Aunque fueron clave para reinventarse sin hacer realmente nada.

Es decir, a partir de entonces el Trastevere empezó a perder las esencias del barrio romano por antonomasia que siempre había sido, con la llegada de los autobuses de turistas y los guías con paraguas. Y el éxito del San Calisto fue precisamente no cambiar, congelar el tiempo mientras ahí fuera sigue lloviendo. El marianismo exportado a la hostelería. Sólo que en este caso al poblador local, también amante de los viejos modos, le gusta tanto como al extranjero encandilado por la belleza imperecedera de la Ciudad Eterna. Quién sabe si a nuestro ex presidente se le hubiera ocurrido una última treta encerrándose en el San Calisto en lugar de pasar la tarde de su destitución en un moderno restaurante del barrio de Salamanca…

La decoración

De lo que hubiera disfrutado, sin duda, es del humilde templete en honor al dios del balón que cuelga de sus paredes. No podía faltar el fútbol, elemento necesario de la cultura popular italiana. En un bar como este tampoco se puede no ser de la Roma, el equipo al que se convirtió Marcello a su llegada de los Abruzzo. Pero para ser ecuánimes, que es de lo que se trata en un bar de barrio, de un lado de la puerta luce un cuadro del equipo que ganó su última liga en 2001 con Totti, Cafú o Batistuta; y del otro la imagen del eterno rival, la Lazio, que levantó el título un año antes de la mano de Nesta, Simeone, Nedved o Verón. Hemos dicho que corrieron mejores tiempos para la capital italiana, también en esto.

Recuerda Marcello que aquellos años fueron de absoluta locura. Aunque quien mejor lo cuenta es todo un aspirante a intelectual como Francesco Totti, que publicó un libro en el que narra cómo el día del Scudetto estaba cenando en un restaurante con unos amigos, cuando una multitud se agolpó en la puerta amenazando con entrar por la fuerza para venerar al ídolo. El jugador y sus compañeros tuvieron que escapar por una escalerilla que daba a la azotea de un convento, donde les descubrió un fraile con una linterna, que le dijo asombrado: “¡Pero si tú eres Totti!” Le pidió un autógrafo y les dejó marchar. En esto, vean, Roma no ha cambiado. Bueno, sólo en que ahora habría que sustituirlo por un selfie e Instagram.

Junto a las plantillas históricas de los equipos locales, cuyos escasos éxitos no han dado para acumular demasiado material pictórico, está la de Agostino Di Bartolomei, cliente habitual del local y legendario capitán de la Roma. Ago ya era un mito cuando decidió suicidarse el día en el que se cumplía el décimo aniversario de la única final de Copa de Europa que han jugado y que perdieron en la tanda de penaltis ante el Liverpool, con el consiguiente chasco del Olímpico de Roma que lo presenció en directo y la depresión histórica de una ciudad que todavía no se ha repuesto.

Tampoco faltan un crucifijo y el retrato del actor Alberto Sordi para completar la santísima trinidad de todo romano que se precie. Tan autóctono es el lugar que no le podía faltar su escena en La Grande Bellezza, una oda cinematográfica al carácter de una ciudad fatalista,La Grande Bellezza, acabada y, a pesar de todo, cautivadora.

Se queja Marcello de que ya no vienen por aquí los futbolistas, que antes también vivían en el barrio y que ahora son estrellas a los que no se puede tocar. Sí admirar. Y hablando de divos, me llama la atención una fotografía de Mohamed Ali firmada. Le pregunto a nuestro amigo si estuvo por aquí el mismísimo campeón de los pesos pesados y me contesta que no, que sólo fue Isabella Rosellini, que le dio un día por traerla. Sin más importancia, como si la portadora fuese la vecina del quinto.

Y para terminar con la pinacoteca sancalistiana, otro distintivo imprescindible de todo bar pintoresco: un banderín del Athletic de Bilbao. Cómo son los de Bilbao, siempre haciendo patria allá por donde van… Reparo que en los últimos tiempos lo han cambiado de sitio y que además han colocado al lado uno del Eibar. Vaya, quizás estemos ante el cambio más profundo que ha afrontado el local en los últimos años. Su propietario reconoce que no sabe muy bien qué significa, pero que vinieron con él hace poco y lo pusieron ahí, al lado del conjunto vecino. Menuda revolución, el equipo clásico más moderno ocupando un lugar de honor en el local más tradicional de la Roma Antigua. Aunque pensándolo bien, le pega.