Grietas, peligro, helicóptero, ... Con el corazón en un puño hasta el último momento

eltiempohoy.es 04/07/2016 15:50

A lo largo de toda la expedición, cada metro avanzado, cada objetivo alcanzado, cada experimento realizado, ha costado más de lo esperado. No hemos dejado de luchar desde que el helicóptero nos posó sobre el hielo hace ya cuarenta días. Llegar hasta Summit Station, realizar el relevo de personal en la costa este y cruzar de Costa a Costa nos ha hecho sudar tinta en más de una ocasión y lo hemos logrado, algunas veces in extremis, gracias al esfuerzo de todos los tripulantes del trineo. Por supuesto que el día final, el de la llegada, no podía ser de otra manera: con el corazón en un puño hasta el último momento.

Una vez más el punto de reunión con el helicóptero, el medio de transporte que nos sacaría a nosotros y a nuestro vehículo del hielo, no sólo dependería de nuestra capacidad para avanzar. La presencia de grietas en un glaciar particularmente activo, el deshielo acelerado del casquete de Groenlandia y la autonomía del helicóptero determinarían, junto al viento, el lugar exacto donde se pondría fin a nuestro viaje. El viento sopló a nuestro favor y avanzamos a velocidad mientras mi equipo descansaba en el interior de la tienda. En los viajes del trineo de viento cuando se está en movimiento significa que las cosas están marchando bien. Es cuando permanece parado que algo, probablemente negativo, ha ocurrido o está ocurriendo. Por ello, con el trineo en marcha, se duerme bien pensando en el avance y en que todo va adecuadamente. Pese a ello el pensamiento de un final cercano me ponía algo nervioso y me costaba conciliar el sueño mientras observaba en mi gps que nos acercábamos a gran velocidad a un punto adecuado como posible lugar de recogida y final de la expedición. En el momento señalado para la comunicación vía satélite con el piloto del helicóptero, las nueve de la mañana utc, el trineo se detuvo de golpe al tiempo que escuchamos un: ¡Ramón, grietas! Proveniente de la cabina de pilotaje.

Aparcar tu trineo de viento de doce metros sobre un campo de grietas no es buena idea. Primero por el peligro de caer por una de ellas, que no es poco. Segundo porque el piloto de un helicóptero solo va a aterrizar en un lugar que considere completamente seguro para su vehículo y para su tripulación. Si nos esperábamos un final de viaje tranquilo y sin tensiones con tiempo de sobra para recoger tranquilamente y esperar a que nos viniesen a buscar comiendo jamón y tomando el sol estaba claro que nos habíamos equivocado de viaje. Las últimas horas prometían emoción y resolución de problemas al estilo de lo que había venido siendo toda la expedición.

Para empezar, alguien se coló por una de las grietas, hasta la cintura. Se trataba de una grieta estrecha cubierta por un puente de nieve quebradizo y de escasa consistencia debido al calor de la jornada. Así que empezó el trabajo de sondear alrededor del trineo para establecer una zona de seguridad por la cual pudiésemos movernos sin peligro. Con esa acción descubrimos que la grieta pasaba directamente por debajo del trineo y que este se encontraba tristemente aparcado en un campo de minas entre dos grietas más anchas que cerraban nuestro paso por delante y por detrás. Aseguramos el terreno en una labor larga en la que pinchábamos la nieve con una sonda en busca de hielo firme sobre el que caminar. Algo que se ha convertido últimamente en costumbre dada mi vida bipolar en la que paso parte del año trabajando en glaciares de la Antártida y parte en el Ártico. Una vez recogida la cometa que, tras el parón, había caído al suelo como un triste paño que ha cumplido con su deber y ya establecido el contorno dentro del cual nos podríamos mover sin problemas alrededor del trineo, afrontamos el asunto delicado del aterrizaje del helicóptero.

Necesitaría un perímetro absolutamente seguro y libre de grietas con unas dimensiones de ocho por doce metros cuadrados. En este se debería ver el hielo azul símbolo de la firmeza del terreno y tendría que tener un pasillo de unos cuarenta metros que fuese a su vez seguro para que nos permitiese llevar todo nuestro equipaje (cerca de mil quinientos kilos) desde nuestra posición hasta la aeronave. Si es que el piloto accedía a aterrizar, cosa que yo, optimista por naturaleza, y ya con ganas de abandonar el hielo tras 38 días en él, sinceramente dudaba. Dentro de mi tenía muy claro que el momento de las cervezas frías y la reunión con la familia iba a tener que demorarse todavía algo más debido a haber aparcado nuestro eco trineo en pleno campo de minas.

Nuestro pequeño helipuerto polar fue establecido entre las dos grietas principales y el hielo azul era visible a menos de medio metro de la superficie de la nieve en un intento de dar tranquilidad al piloto que tenía nuestra vuelta a casa en sus manos. Con dos minutos de retraso el ruido del rotor del helicóptero rompió el silencio del glaciar y un punto rojo se dibujó en el cielo. Se dirigió hacia nosotros y sobrevoló nuestra posición. Descendió su altitud y volvió a sobrevolar el lugar. Yo miraba con el aliento contenido la maniobra de aterrizaje pensando en todas las lindezas con las que el piloto debería de estar acordándose de nosotros por haberle citado en semejante lugar. Al final pareció querer tomar tierra y se posó sobre nuestra obra de arte. Pero ello tampoco era algo definitorio pues hasta que no detuviese el rotor no significaría que la nave fuese a quedarse en tierra lista para que nosotros pudiésemos embarcar. Tardó un rato en hacerlo, y fueron unos segundos que viví con la intensidad de quien espera que el árbitro pite el final de un encuentro emocionante en el que tu equipo va ganando pero cualquier cosa puede ocurrir: irnos a casa o permanecer más tiempo en el hielo, a saber cuánto. Entonces el helicóptero apagó el rotor y el estruendo de la máquina murió devolviendo al glaciar ese silencio que los últimos miles de años ha ido generando. El rotor se detuvo y, en el acto, los ojos se me llenaron de lágrimas al percatarme de una realidad para la que no me había mentalizado. De repente, y tras treinta y ocho días en el hielo me di cuenta que el viaje había terminado: Volvíamos a casa.