(El lago de agua dulce de Cerro Negro, al fondo el mar plagado de icebergs.)
Se acabaron mis días en la base antártica Juan Carlos I, al menos, de momento. Sin embargo, eso no significa que me vaya de la Antártida. De hecho, me voy a sumergir en una zona más profunda, sin hielo, pero en una de las partes más auténticas del continente blanco.
Al otro lado de Isla Livingston se extiende una península libre de hielos llamada Península Byers. La cantidad de fauna salvaje que se concentra ahí y la presencia de numerosos lagos de agua dulce hacen que sea un lugar de gran interés para los científicos. Por ello, en los próximos días acudiré a organizar un campamento donde pasaré una semana conviviendo con investigadores.
(Mi cuaderno en el interior del iglú donde comemos y tenemos instaladas las comunicaciones.)
En esta península, dormimos en tiendas de campaña y pasamos el día trabajando al aire libre. Cocinamos y comemos todos juntos en un iglú de fibra donde nos refugiamos de las inclemencias del exterior. Es una zona de altísima protección y podemos dejar ningún residuo ni marca de nuestro paso. Ninguno. ¿Sabes lo que implica eso? Significa hacer pis dentro de un bote para luego tirarlo al mar y el resto de las necesidades en un cubo que ha de llevarse fuera de la Antártida. Estas incomodidades hacen que el lugar se mantenga prácticamente virgen y que en las aguas de sus lagos se encuentren las formas más primigenias de vida de nuestro planeta. Un paraíso para el científico.
Otra de las desventajas que genera el lugar es la incomunicación. No tendremos Internet ni teléfono durante nuestra estancia y con la base contactaré únicamente por radio para comunicar que todo está marchando bien y para recibir la predicción meteorológica día tras día. El campamento se encuentra en una zona llana expuesta a los vientos y sin refugio alguno. ¡Esperemos no recibir ninguna tormenta como la de la semana pasada!
(El campamento Byers, en la península del mismo nombre.)