El oficio de castañero, que se remonta al siglo XVIII, hoy pervive en nuestras calles, pero adaptado a los tiempos
A la castaña la llegaron a llamar el pan de los pobres, un bocado barato, apetecible y lleno de vitaminas
En muchas ciudades el oficio de castañero pasaba de padres a hijos y se construían sagas familiares que se extendían a lo largo del tiempo
Como en una vieja viñeta de Carpanta, aquel personaje de tebeo fiel exponente de la posguerra con un hambre atroz, cuando llega el invierno las calles de nuestras ciudades vuelven a inundarse de esa figura histórica y entrañable atrincherada tras un hornillo de fabricación casera, a veces una simple olla sobre brasas, y un saco de castañas. Las castañeras anuncian la llegada del frío e inundan las calles con el inconfundible aroma a castañas asadas, ese aroma dulzón tostado que abre el apetito. Es una tradición, pero también es una estampa pura de la antropología española. Y son una foto en sepia de otros tiempos. Un flash en la memoria de las calles y plazas de una España en blanco y negro.
Desde finales del XVIII en nuestras calles
Desde finales del XVIII y comienzos del XIX esta figura no falta en las calles españolas. Hubo un tiempo en el que la castaña era un alimento básico en la dieta de quienes tenían menos recursos. El pan de los pobres, llegaron a llamarla, y solo fue sustituida con el tiempo con la patata y el maíz llegados de América. “Los castaños son mantenimiento de pobre cuando le falta el pan”, decía fray Luis de Granada, escritor, dominico e hijo de panaderos gallegos. Un bocado barato, apetecible y pleno de vitaminas, minerales, magnesio, hierro, sodio, selenio y zinc.
La castañera, con su estampa de señora vencida sobre el hornillo, ha sido igualmente objeto de diferentes manifestaciones artísticas. La pintura, especialmente, las ha sublimado desde un prisma tradicionalista, como una figura bondadosa, ataviada con ropas humildes y presta a agitar las brasas. Las retrataron o mencionaron las grandes plumas del Siglo de Oro español, desde Lope de Vega a Quevedo, firmando parte del imaginario colectivo de un país con hondas raíces en su cultura tradicional.

Hornillo y chimenea de hojalata
Cuanto más frío, más negocio. Solo tenían las manos calientes. El cuerpo, abrigado con faldones y retales para protegerse del gélido invierno. Se atrincheraban tras una mesa y generalmente sentadas en un taburete. Aún pueden verse estructuras efímeras que pregonan que se asan castañas: la hornillo portátil con una chimenea de hojalata para desalojar el humo por encima de las cabezas de los clientes, la olla o el recipiente metálico para asarlas y conservarlas calientes, un fuelle para avivar las brasas y generalmente un cuchillo para el corte de la castaña. Y algún ingenio para remover las castañas y la rejilla sin achicharrarse las manos. Y un fajo de cartuchos de cartón o papel de periódico para depositar las castañas calientes, que hacían de estufa provisional para las manos. Hubo un tiempo en el que también se asaban boniatos, ese tubérculo dulce tan absurdamente poco apreciado. E incluso antes solo se vendían crudas las castañas. Digamos que los tiempos han evolucionado, aunque el frío parezca un invento antiguo.

La Cari
Hoy se observan por las calles puestos prefabricados en los que se asan y despachan castañas e incluso castañeros —ahora hay más hombres— que llevan el dispositivo en un carrito móvil y disponen de licencia municipal para desarrollar esa actividad. La ubicación fija era otra enseña de cada castañera. Era fácil reconocer a quien ocupaba cada esquina. Caridad Serradell, la castañera más popular de Madrid, conocida como La Cari, falleció en febrero de 1990 y mereció incluso un obituario en El País. Nacida en 1903 desde muy joven, asaba castañas en Tirso de Molina, pero también requesones en la calle Duque de Alba y melones y sandías en temporada. Murió con las castañas puestas y fue incluso homenajeada por el alcalde Tierno Galván. Tal era la fuerza popular y el arraigo de algunas de estas mujeres.
Fiesta ritual funeraria
En Salamanca se reservaba esta actividad a personas sin recursos para procurarles unos ingresos durante unos meses. En ese sentido, el costumbrismo está en retroceso. Históricamente, en muchas ciudades el oficio de castañero pasaba de padres a hijos. Había sagas familiares que se extendían a lo largo del tiempo asando castañas. Hoy es una actividad marginal y en todo caso temporal: con el frío desaparecen de nuestras calles, pero dejan huella. Hay lugares en Cataluña donde se celebra la Castanyada, que hunde sus raíces en una fiesta ritual funeraria. Así, el día de Todos los Santos se celebra don castañas asadas, boniatos y panellets regados con vino moscatel.
El castaño, el árbol que vino de Asia Menor
El castaño es un árbol precioso. Originario de Asia Menor y regado por los romanos y los griegos por toda Europa hace millones de años, puede alcanzar hasta los 25 metros de altura y crece desde el nivel del mar hasta las primeras estribaciones de la alta montaña. Es fácil encontrarlo casi por toda la península ibérica. Su tronco, recio y con cicatrices que le dejan los años, se ensancha y se retuerce con la edad. Sustenta unas ramas plagadas de erizos con púas vegetales que protegen el fruto. En otoño, cuando el árbol es una paleta de naranjas y ocres, los erizos caen al suelo y al abrirse descubren hasta tres castañas en su interior.

Además del ritual callejero de las castañas asadas, se utilizan en diversos lances gastronómicos con éxito. Si no lo ha probado, el jamón de castaña (alimento para los cochinos en vez de la bellota, muy típico en Galicia) es delicioso. Los postres de otoño, como la tarta de castañas, el flan o las natillas de turrón y castañas son muy recomendables. Y el potaje de castaña es cosa fina.
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