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En la silenciosa geografía del consumo doméstico, pocos electrodomésticos representan un compromiso energético tan constante, y a menudo tan subestimado, como el frigorífico. Se trata de un aparato que funciona de manera ininterrumpida, día y noche, los 365 días del año, convirtiéndose en una fuente de gasto eléctrico tan invisible como ineludible. Lo insólito es que, pese a esta omnipresencia, su gestión eficiente suele quedarse fuera del imaginario colectivo a la hora de ahorrar en electricidad. 

Una situación curiosa, sobre todo cuando existe un gesto tan banal como ajustar correctamente su termostato, que podría traducirse en un ahorro que ronde los 60 euros anuales, mitigando además el impacto medioambiental del aparato.

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La dictadura del grado: cuando el frío de más cuesta dinero

El error es más común de lo que parece, ya que buena parte de los hogares tiene su frigorífico por debajo de los niveles recomendados, bajo la creencia de que más frío equivale a una mejor conservación. Según la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), la temperatura óptima debe situarse en torno a los 4 o 5 °C para la parte de superior del electrodoméstico, y -18 °C para el congelador.

Desviarse incluso un solo grado por debajo de esto implica que el motor debe trabajar más intensamente para mantener esa temperatura, aumentando el consumo energético entre un 5% y un 10% por cada grado extra. Esto, traducido a términos monetarios supone un sobrecoste que puede oscilar entre 40 y 60 euros anuales, dependiendo del modelo del electrodoméstico y de la tarifa eléctrica contratada.

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FACUA, en su guía sobre eficiencia energética, refuerza esta advertencia: mantener el frigorífico a temperaturas innecesariamente bajas no solo incrementa la factura, sino que también acorta la vida útil del aparato, e incluso también puede afectar a la calidad de conservación de algunos alimentos sensibles al frío extremo.

El frío permanente: un depredador silencioso de kilovatios

El impacto no es anecdótico. Según la OCU, el frigorífico representa entre el 14% y el 20% del consumo total de electricidad en un hogar promedio, lo que lo convierte en el electrodoméstico más voraz en términos absolutos de gasto energético continuo. Esa constancia convierte cualquier disfunción, por pequeña que sea, en un problema mayor debido al tiempo que el aparato está encendido.

Además hay que añadir un efecto colateral que no se suele tener en cuenta: una temperatura demasiado baja puede generar la formación de escarcha en zonas no diseñadas para ello, forzando al compresor a realizar ciclos más frecuentes y, por tanto, elevando aún más el consumo. Resulta curioso que en nuestra búsqueda del frío perfecto, acabamos pagando más… y obteniendo un rendimiento peor.

Eficiencia al alcance de la mano: el poder del ajuste invisible

Lo extraordinario de esta situación es que su solución no requiere inversión ni conocimientos técnicos sofisticados. Basta con fijarse en el selector de temperatura y ajustar en consecuencia. Tan simple, tan banal, tan poderoso. Combinando esto con otros gestos, como no introducir alimentos calientes, mantener las juntas de las puertas en buen estado o descongelar el congelador cuando se acumula hielo, podemos conseguir un ahorro energético significativo y sostenido en el tiempo.

En definitiva, en un mundo donde cada kilovatio empieza a cotizarse como un recurso estratégico, pagar por frío innecesario es un acto de disonancia doméstica que ya no admite justificación. Ajustar la temperatura de la nevera no es un truco: es la frontera tangible entre la negligencia cotidiana y la eficiencia consciente.