Refugiadas y con la familia rota: la transformación de las mujeres ucranianas que solo piensan en volver

  • La mayoría de refugiados son mujeres y niños debido a la Ley Marcial impuesta en Ucrania

  • Nius Diario hace una radiografía del perfil de estas mujeres con entrevistas en el terreno

  • La cifra de refugiados por la guerra ya sobrepasa los 2 millones 800 mil

Pasan los días y no cesa el éxodo. Las cifras de refugiados ucranianos se acercan a los 3 millones de personas en apenas 20 días de conflicto. ACNUR califica esta crisis migratoria como la mayor desde la II Guerra Mundial. Las cifras son escalofriantes.

En un corto periodo de tiempo, están cruzando la frontera de Ucrania para abandonar el país huyendo de la guerra más refugiados que los que se contabilizaron en el año 2015, tras la guerra de Siria. En aquel momento, llegaron a Europa un millón de refugiados provenientes de Oriente Próximo y los medios y los políticos hablaban altisonantes de “la gran crisis migratoria” del siglo.

Polonia se ha convertido en el principal país receptor de refugiados ucranianos que llegan con sus vidas rotas y con las familias divididas o partidas en dos. La mayoría de las personas que cruzan hasta el país vecino son mujeres y niños porque, debido a la Ley Marcial impuesta en Ucrania, los hombres entre 18 y 60 años están obligados a quedarse dentro para combatir en la guerra. No hay elección. Muchos están intentando huir ilegalmente por algún punto fronterizo, pero la mayoría son interceptados por las autoridades y devueltos a su país. Además, si huyen, se enfrentan a un delito de traición a la patria, con penas de cárcel de hasta 20 años.

Es una situación inverosímil pensar en esta guerra anacrónica que nadie se había imaginado. La frase más repetida en los campamentos de refugiados hasta donde continúan llegando miles de personas cada día es: “Estoy en shock. Pensé que era una pesadilla y que iba a despertarme. Todavía no puedo creerlo”.

Y es así. Nadie lo cree. Familias partidas por la mitad que se despidieron corriendo de sus maridos, padres, hijos, hermanos; y que no saben si volverán a verlos algún día. Maletas hechas en pocos minutos. ¿Cómo se prepara una maleta bajo las prisas de las bombas? ¿Qué es indispensable para salir corriendo y cambiar de vida en un parpadeo? ¿Qué llevar a otro país, a otra casa, durante tanto tiempo indefinido?

Niños huérfanos que cruzan solos la frontera. Mujeres que quieren creer que volverán a juntarse con sus maridos o con la parte “masculina” de su familia algún día, reunirse en casa, volver a ser lo que eran: gente normal, con sus rutinas, sus trabajos, sus anhelos, deseos, hipotecas, sueños.

Los hombres se quedan en casa solos, desesperados, y aprenden a marchas forzadas a empuñar un fusil. Hay milicias de civiles organizadas por todo el país para apoyar al ejército ucraniano, claramente en desventaja respecto al potencial militar ruso y muy inferior numéricamente.

Los combatientes del Donbass, la región separatista del este que lleva en guerra desde el 2014 y está más acostumbrada a la invasión y tácticass rusas, se han desplegado por todo el país para enseñar a a sus compatriotas a atacar y defenderse en un conflicto bélico. Son nuevos soldados que hace poco más de dos semanas eran oficinistas, bancarios, profesores de escuela o gerentes de un supermercado. Carpe Diem.

Sin embargo, llama la atención, a pesar de la situación injusta para estos cientos de miles de personas que ya han salido de su país y que se han convertido de repente en personas sin hogar ni perspectivas, cómo cuando llega la pregunta o la idea: “¿Vas a volver a casa? ¿Quieres volver? ¿Cuándo piensas que podrás hacerlo?”, la respuesta es unánime y la sonrisa también: “Sí”. “Por supuesto”. “¡Claro!”.

No hay duda de que se creen vencedores, a pesar de que están durmiendo en un centro comercial de un pueblo gélido de frontera que hace un mes estaba completamente abandonado. Ahora comparten espacio junto al camastro con completos desconocidos a los que les une una huida común, y dependen de la solidaridad de anónimos para sobrevivir, alimentarse o buscar un nuevo destino, una nueva ocupación, algo que se parezca al hogar que dejaron atrás y que la mayoría recuerda con llanto cuando lo pronuncia en voz alta. Se nota el cansancio, la falta de aseo y los días pasan factura al agotamiento y la rabia; pero la dignidad prima ante cualquier flaqueza eventual.

En Nius Diario hemos hecho un recorrido por los campamentos de Korczowa y Przemysl, principales centros de acogida y recepción de refugiados ucranianos; y también por Medyka, justo en la línea fronteriza entre Ucrania y Polonia, donde se ven y se palpan los dos mundos de países hermanos por necesidad. Y en ese recorrido, este medio ha hablado con varias mujeres sobre su historia, su salida, su separación familiar, su perspectiva y su deseo de volver; y esto es lo que nos han contado.

La primera parada es Medyka. Es el típico paso fronterizo donde sientes que no quieres o no debes pasar demasiado tiempo. Un cartel y una valla separan ambos países y hay militares por todas partes.

Del lado ucraniano el flujo de personas llegando es incesante. El paso está abierto 24 horas. Cuando llegan aquí respiran aliviados. La mayoría lleva dos o tres días esperando al otro lado, desesperados. Las filas de coches se prolongan por más de 40 km, los trenes están colapsados y los autobuses no dan abasto. Algunos optan por cruzar a pie, pero las temperaturas son heladoras y hay que contar con al menos diez horas de camino. No es una buena opción para las familias con niños pequeños que son la mayoría.

Cuando por fin cruzan la línea, Polonia abre los brazos y ellos corren al primer café o la primera sopa caliente que les ofrece algún voluntario. El camino hasta la parada de autobús, un sendero de unos 500 metros, se ha convertido en un hervidero de casetas de voluntarios provenientes de diferentes puntos de la UE. Hay, por ejemplo, una carpa de unos escoceses que amenizan el rato con música celta, hacen tortilla de patata atribuyéndose el mérito nacional, van vestidos con la falda típica de su país y ofrecen comida y bebida a diestro siniestro con un ánimo envidiable.

Junto a ellos, una ONG privada proveniente de la India, y muchos, muchos, voluntarios particulares que se han organizado para atender las necesidades de los que llegan. Allí no faltan enseres de higiene, ropa, mantas, alguien que ayude a cargar con las maletas o traductores de casi cualquier idioma. Después de eso toca esperar el bus. Hay una larga cola y las horas pasan despacio. La próxima parada será alguno de los campamentos de acogida de Przemyls o Korcwoza.

MedyKa, huyendo del infierno de Jarkov

En Medyka espera paciente Daria con su hijo pequeño, de 7 años. Ella tiene 36 años y lleva un abrigo azul a juego con sus ojos. Es alta y morena. Vienen de Jarkov, una de las ciudades más castigadas por la guerra. Es la viva imagen de la desolación. Su hijo casi no habla, pero le coge fuerte la mano a su madre. “Mi marido se ha quedado en casa. Me dijo que mantenga seguro a nuestro hijo y por eso cogí fuerzas para venir”, asegura a este diario.

Antes era periodista, “clase media. Ahora no soy nadie. Putin ha destruido mi vida”, dice a punto de que las lágrimas estallen en sus ojos. Daria afirma que no tiene plan. No tiene muy claro dónde ir. Está sola con su hijo. Quizá se suba en algún autobús rumbo a Alemania, donde están yendo la mayoría de refugiados. Todavía tiene que pensarlo. Ante la pregunta de si quiere volver y si piensa que volverá a ver a su marido, mira como asustada: “Claro. Esa es mi esperanza. Quiero que todo esto termine pronto, aunque no sé cuándo será. Espero que en abril o mayo”.

Virginia:“Estoy aterrorizada porque mi ciudad está siendo bombardeada y cada día es peor”

Virginia tiene 28 años. Es muy delgada y lleva puesto un gorro de lana y ropa deportiva. Parece una adolescente. Cara fina y delicada, rasgos aniñados, voz suave y sin altibajos. Está en el campamento de Korcwoza, el campamento más grande de Polonia, con capacidad de hasta 10.000 personas.

Está comiendo en una de las mesas de la ONG de José Andrés, World Central Kitchen. Tienen cocinas 24/7 por toda la frontera y decenas de voluntarios trabajando allí. La comida que sirven siempre está caliente y es exquisita. Un ejemplo de logística y dedicación absoluta. Virgnia engulle unos macarrones al pesto con verdura y pollo. Hace dos años que salió de Ucrania y se fue a estudiar a EE.UU. Cuando empezó la guerra hizo la maleta y se vino a la frontera a echar una mano y a tratar de sacar a su familia. Todos viven en una localidad cerca de Kiev.

“Estoy aterrorizada porque mi ciudad está siendo bombardeada y cada día es peor”. Su madre, su tía y el marido de su hermana siguen allí. Su madre y su tía se niegan a salir. La primera porque no quiere separarse de sus animales: tiene varios perros y ocho gatos. La segunda porque tiene asma y cree que no soportaría el viaje.

“- ¿Volverás?”: Por supuesto. Cuando todo esto acabe. No voy a dejar nunca más sola a mi madre”.

Helena: "Odio a Putin"

En el mismo campamento, apoyada en una vaya esperando al autobús junto a su hijo pequeño y una amiga polaca que les dará acogida durante las próximas semanas o meses, está Helena. Gorro de lana, abrigo azul, bufanda. “Odio a Putin”, es lo primero que dice cuando esta reportera le pregunta cómo está. “Mi marido está dentro de Ucrania. Hoy cuando hablé con él me dijo que estaba en un búnker porque estaban atacando”.

También quiere volver cuanto antes, y está convencida de que lo hará: “Quiero creer que vamos a ganar. Estoy segura de que vamos a hacerlo”. Después de esto estalla a llorar desconsolada y se produce una escena de terror emocional. Llora y llora y trata de hablar en un inglés pésimo para explicar su situación y lo mucho que echa de menos a su marido y lo injusto que le parece que tenga que quedarse bajo unas bombas que no son suyas y abandonar a su hijo que no entiende todavía dónde se ha quedado su padre. Su amiga de Polonia le da un abrazo y se suben al autobús.

Alina "lloro porque hablo con mi hijo de 26 años, tiene miedo de salir a la calle"

Alina tiene 60 años. Está hablando por teléfono y llorando en la puerta del campamento de Przemyls, el que se ha convertido en el centro neurálgico de acogida, punto cero de llegada y recepción. Habla solo ucraniano y ruso, pero un voluntario traduce al inglés esta entrevista. Lloraba porque estaba hablando con su hijo, de 26 años. Está solo en Kiev. Acababa de empezar a trabajar como ingeniero y había pedido a su novia que se casara con él. Estaban planeando la boda para el verano, pero ahora cree que tendrán que retrasarla hasta que termine la guerra. Su novia se ha ido con la familia de ella y hace días que no consiguen contactarse. Alina ha salido con dos hermanas y unas sobrinas.

Su hijo le acaba de contar que tiene miedo de salir a la calle y que pasa todo el tiempo en casa, pero que eso tampoco le hace sentir bien porque parece un cobarde que no sabe o no quiere luchar. Lleva dos días sin apenas comer porque ni siquiera tiene fuerza para ir al supermercado. Además, sabe que hay desabastecimiento y cree que no va a encontrar gran cosa en las estanterías del centro. Prefiere tirar de latas y congelados y cuando se acaben los víveres y cesen los ruidos de las sirenas, constantes en mitad de la vigilia permanente, cree que por fin tendrá que ir a comprar para no morir de inanición.

Alina no se va a ir muy lejos. Va a quedarse en Varsovia en casa de unos familiares lejanos que les darán acogida: “Me quedo cerca de mi hijo porque en cuanto caiga Rusia volveré a mi casa con él”.

Inna, dos días esperando un autobús a "ninguna parte"

Inna, 42 años, está sentada en su camastro negro con mantas en el módulo 13 del campamento de acogida de Przemysl. A su lado, su hija, de 6, sus dos perros y unas amigas que su hija ha hecho durante los dos días que llevan esperando un bus a ninguna parte. “No sé qué decir. Es que no sé dónde ir. No tengo familia en ningún sitio y tampoco amigos que puedan acogerse. Estoy pensando ir a República Checa porque he visto que son los primeros autobuses que salen con plazas libres”, explica.

Tiene la mirada perdida. Su marido también está dentro. “¿Qué por qué ha pasado esto? No sé qué decir. Es demasiado terrible”. Como tantas otras mujeres que comparten guerra y desgracia con ella, antes, no mucho antes, solo dos semanas antes, tenía una vida normal. Era profesora y practicaba la danza de manera amateur. También está convencida de que volverá pronto a casa: “Yo creo que en un mes o dos todo esto habrá pasado”.