El Llaunero solitario de la sierra de Borriol

  • Santiago vive el sueño de su vida, en un rancho en Castellón acompañado de 17 caballos

  • NIUS le acompaña en una travesía a lomos de corceles, que monta desde hace 60 años

Estrechar la mano de Santiago a la puerta de su rancho es hacer un viaje en el tiempo, escuchar sus mil historias es casi leer una novela, observarlo en su sitio del mundo es una película. En la primera escena vemos una pequeña cabaña en la sierra de Borriol a la entrada de las montañas. A lo lejos se ve el mar.

La casa de Santiago está rodeada de árboles y de prados. Custodiándola hay decenas de cuadras y 17 caballos, casi todos blancos, y un par de pintos con manchas marrones y blancas. Lo acompañamos al guadarnés; el lugar donde guarda sus sillas de montar, riendas, filetes, bocados, botas, espuelas y una colección de sombreros de montar que podría proteger del sol a todo el reparto de Bonanza.

El aroma de este lugar, a cuero y hierro, te inunda y tiene algo de ancestral. Los aperos de un castillo medieval o un puesto de vigía en el Lejano Oeste, a buen seguro, olerían igual. No hace falta hacerle muchas preguntas. “La primera vez que subí a un caballo fue con ocho años, desde entonces ese ocho se ha tumbado. Ya sabes, infinito”. A sus 68 tiene un excelente sentido del humor y, debo añadir, una gran conversación.

Prólogo

Santiago ensilla tres caballos, mientras seguimos hablando, y le pregunto cómo acaba, o más bien, cómo consigue alguien tener su rancho con casi 20 caballos en una sierra en Castellón. “Mira, la verdad, he sido muchas cosas, trabajé de panadero mucho tiempo, fui muy bueno con los dulces. Pero siempre me apasionó la naturaleza y sobre todo los caballos. Ahorré, compré y ahora arriendo una casa en Benicassim. Con eso, los pupilajes y las rutas, vivo, sin lujos, feliz”, me dice con la tranquilidad de quien está en paz consigo mismo.

Los caballos están listos, vamos a hacer una ruta, nos acompañará su amigo y en parte aprendiz, Juan, un joven policía de casi dos metros con apellido de explorador italiano, Polo. Nos estrechamos la mano y nos saludamos. “Montad, nos quedan cuatro horas de sol”. A Santiago le da igual la hora y añade: “La luz del sol y el ahora son lo único que me importa. Bueno, y también si Juan puede instalarme eso de Netflix”. Reímos y a lomos de tres caballos acompañados por cuatro perros, vamos en dirección a las montañas. Esto promete.

Trama

Son las cinco de la tarde. Santiago lleva ropa vaquera y su coleta blanca asoma por debajo de su sombrero de cowboy. Va a lomos de su viejo y fiel Huracán, un caballo marrón con una mancha blanca en la frente. Decenas de historias, casi siempre a lomos de corceles árabes. “Hubo un tiempo en que corría en las carreras de playas de la comunidad. Tengo una yegua ya mayor, Amanecer, que ganaba siempre, era un rayo”.

Si le pido una imagen que jamás se le borrará de la memoria, es muy gráfico: “Nunca olvidaré llegar anocheciendo en el año 79 / 80 al monasterio de Sant Joan de Peñagolosa (el pico más alto de la Comunidad Valenciana) con nieve de un metro, un frío con el que casi ni podía coger las riendas y la belleza y alegría de llegar de esa manera a un lugar así”, nos cuenta emocionado.

Llevar esta vida no es fácil: muchas horas de trabajo, soledad, mucho esfuerzo en cuidar a tantos animales y en épocas difíciles, hacer lo que sea para alimentarlos y no perderlos. “Durante la crisis tuve que hacer lo que fuese y trabajar en cualquier cosa que me diese un euro para mantenerlos, son mi familia. Recogía algarrobas, y no me importaba doblar la espalda de sol a sol. Nunca renuncié, ni lo haré a mis caballos y mi granja, a pesar del esfuerzo o la edad”.

Epílogo

Los últimos rayos de luz se cuelan por la ladera de la montaña entre las hojas de los árboles. Los perros, que se habían perdido por la montaña, vuelven con el silbido de su dueño. Santiago va más callado. Su aprendiz, el joven Juan Polo, me cuenta que siempre que sale a montar con el Llaunero solitario se plantea su existencia. “Él es mucho para mí. Menos mujeres, hemos compartido de todo, eso que yo sepa (ríe). Desalienta pensar que en el mundo ya casi no hay hueco para vidas y gente como Santiago”.

Al llegar casi de noche a la granja, no hablamos. Las horas han pasado volando y ese momento de otra época, en el que tres hombres recorrían caminos perdidos y solitarios, se va desvaneciendo. Cada uno piensa ya en volver a su rutina. Santiago abreva a los caballos, Juan y yo guardamos las sillas y los sudaderos. Hay algo curioso en compartir historias y un camino, parece que une más y al despedirte sientes algo cercano a echar de menos. Nos estrechamos las manos, el tiempo ha pasado al galope.

Con el olor a polvo, árboles y cuero de la montura en el cuerpo voy bajando el camino de tierra que me aleja de su casa en la sierra de Borriol. Entrando en la carretera miro por última vez a la luz donde imagino que estará su solitaria casa.

Y a partir de ahora pensaré que, como me dijo su amigo Juan, cuando pase por ese punto de la autopista me alegrará pensar que la historia e historias de Santiago ahí estarán como recopilador, narrador y a veces protagonista de muchas de ellas.

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