TESTIMONIOS

Rosario se contagió de una bacteria en el parto que la dejó 489 días entre la vida y la muerte: "Mi pronóstico era ominoso"

Rosario disfruta de los primeros momentos con su hija. Cedida
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Rosario Sporleder (Buenos Aires, 1989), o Rochi (como prefiere que la llamen), no sabía que el día más feliz de su vida sería también el punto de partida de su batalla más dura. El 20 de marzo de 2023 nació su hija Juana. Era su primera hija, fruto de una relación llena de amor y expectativas. Todo parecía encaminarse hacia la felicidad plena. Sin embargo, tras el parto, empezó a sufrir fiebre y su cuerpo se llenó de manchas oscuras

Su diagnóstico: una infección por Streptococcus pyogenes, una bacteria que puede resultar mortal y que la dejó 489 días internada sin poder volver a su casa; 57 días intubada y conectada a un respirador artificial, 29 de ellos con traqueotomía; 50 intervenciones quirúrgicas; 21 sesiones de diálisis; múltiples transfusiones y varios injertos de piel en su brazo izquierdo.

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A pesar de todo, Rochi recuerda el nacimiento de su hija con una sonrisa de felicidad plena en su rostro. “Su nacimiento fue espectacular, más lindo de lo que había soñado. Tenerla en mis brazos por primera vez fue un momento mágico, imposible de describir con palabras. Sentí una felicidad tan grande que parecía que el tiempo se detenía”, recuerda Rosario en una entrevista con Informativos Telecinco. 

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Pero aquella luz pronto se apagó. Apenas un día después del parto, Rosario comenzó a sentirse mal. Fiebre alta, dolores intensos, palpitaciones aceleradas, dificultad para respirar y una presión que caía sin control. “Nunca imaginé que, apenas unos días después del parto, todo iba a cambiar de una manera tan profunda. Aún así, ese instante, el del nacimiento de mi hija, sigue siendo el recuerdo más luminoso de mi vida”, expresa.

Los médicos, al principio, minimizaron los síntomas. “A pesar de esos síntomas, los médicos los atribuyeron a molestias normales del posparto. Pero lo que me pasaba no tenía nada de normal. En realidad, mi cuerpo ya estaba siendo invadido por una bacteria llamada Streptococcus Pyogenes”, explica Rosario. Esa bacteria, altamente agresiva, puede causar un shock séptico en cuestión de días y, posteriormente, la muerte.

“Durante esos días no recibí el tratamiento antibiótico que podría haber frenado el avance de la infección. Cuando finalmente reconocieron la gravedad del cuadro, a los cuatro días de parir, la bacteria ya había provocado una sepsis generalizada. En ese momento me intubaron y me trasladaron a terapia intensiva. Ahí empezó un camino que nunca imaginamos que sería tan largo ni tan difícil”, relata Rosario.

El despertar en el límite

Cuando los médicos finalmente diagnosticaron el shock séptico, Rosario ya estaba inconsciente. “Fue mi familia quien recibió la noticia. Ellos tuvieron que ir entendiendo, poco a poco, qué significaba tener una infección tan grave. Los primeros días, los médicos decían que mi pronóstico era ‘ominoso’”, recuerda.

Al despertar del coma inducido, su primera preocupación no fue por ella, sino por su hija. “No sabía si ella estaba bien o si podía haberse contagiado. Gracias a Dios, Juana no contrajo la bacteria, fue dada de alta a los pocos días de nacer y se fue a casa junto con su padre, Santi, mi entonces novio y ahora marido”, cuenta.

Por entonces, la bacteria había dejado su huella en cada rincón de su cuerpo. Rochi desarrolló una fascitis necrotizante, una infección que destruye tejidos en pocas horas. “Las heridas fueron gravísimas y requirieron más de 50 cirugías reconstructivas”, detalla.

Además, la gravedad del cuadro le causó lesiones cerebrales que afectaron a su movilidad y a sus facultades cognitivas. “Volver a moverme, hablar o pensar con claridad fue un proceso muy complejo. Hubo momentos en los que realmente no sabía si iba a poder sobrellevarlo”, dice.

Pero incluso en ese panorama desolador, Rosario se aferró al amor para colmarse de fuerzas y salir de aquel hospital de Buenos Aires, su ciudad natal. “Tenía un objetivo muy claro: tenía que volver a casa con mi hija y mi marido, costara lo que costara. Tener una meta clara es fundamental para seguir avanzando en momentos difíciles”, explica. 

En segundo lugar, la fe también jugó un papel fundamental en su lucha. “Durante toda la internación hubo muchísimas personas rezando: familiares, amigos, conocidos e incluso desconocidos. Sentir esa cadena de fe y energía fue sin dudas otra de las cosas que me sostuvo”, expresa.

Una familia en vigilia

La vida de su familia también se transformó. “Para mi familia fue una situación extremadamente difícil, pero lograron organizarse para que yo no pasara ni un solo día sola en el sanatorio. Se turnaban, dormían en salas de espera, y se apoyaban entre ellos para sostener algo que parecía imposible”, cuenta.

Y ahí aparece la figura de Santi, su compañero de vida. “Mi marido fue, y sigue siendo, un verdadero campeón. De un día para otro, se convirtió en padre primerizo, en sostén emocional y, casi sin darse cuenta, en una especie de médico improvisado. Cuidó de Juana y de mí con una entrega y una fortaleza que todavía me conmueven”, explica emocionada.

El amor entre ellos, lejos de quebrarse, se reforzó en medio del dolor. “Cuando recuperé la conciencia, me contaron que lo primero que hizo fue preguntarme si me quería casar con él. Yo no lo recuerdo, pero me dijeron que lloré y dije que sí. Meses después, cuando ya estaba más lúcida, me volvió a preguntar y esta vez pude responderle plenamente consciente: sí”. 

Así, en diciembre de 2024, contrajeron matrimonio en una ceremonia en la que, aparte del amor incondicional, se celebró la vida. “Fue muy bonito el estar rodeados de nuestras familias, nuestros amigos y de un amor que había pasado por todas las pruebas imaginables”, apunta.

Aprender a vivir de nuevo

En octubre de 2023, después de siete meses internada, Rosario fue trasladada a un centro de rehabilitación. “Ahí fue donde me sentaron por primera vez en una silla de ruedas y donde empecé con múltiples terapias: fisioterapia, terapia cognitiva y terapia ocupacional, entre otras”.

Las secuelas eran profundas. Rochi tuvo que reaprender tareas básicas de la vida diaria como vestirse, lavarse los dientes, sostener un vaso o escribir. “Cosas que antes hacía sin pensarlas se transformaron en pequeños desafíos diarios”, comenta. “Fue un proceso muy exigente, que requirió muchísimo esfuerzo, paciencia y también aceptar la frustración cuando algo no salía. Pero tenía a Juani y a Santi esperándome en casa”, reflexiona.

Sin embargo, todo este proceso de recuperación y el dolor de su nueva situación, también le aportó “una gran lección de humildad". “Me enseñó a mirar el mundo con más empatía, con más tolerancia, y a valorar lo que antes daba por hecho”, dice.

El cuerpo, las cicatrices y la aceptación

Rosario también debió enfrentarse a su nueva imagen. “La aceptación sigue siendo un gran desafío, sobre todo en un mundo donde sentimos que hay que cumplir con ciertos estándares muchas veces irreales. Pero siempre fui una convencida, y lo sigo siendo, de que la belleza real es interna, y que una sonrisa le gana a cualquier cuerpo con cicatrices”, comenta.

Hoy, sus marcas físicas le recuerdan todo lo que su cuerpo atravesó y resistió. Las mira con orgullo. “Mis cicatrices no me definen, pero sí me cuentan quién soy y lo que superé. Me recuerdan que este cuerpo soportó muchísimas cirugías e infecciones, y que aun así sigue adelante. Son el símbolo más claro de mi lucha, de mi fuerza y de la vida misma. Y cada vez que las veo, pienso: acá estoy, acá seguimos”, exclama.

Asimismo, la maternidad, atravesada por la discapacidad, la llevó a redescubrir su nuevo rol y una nueva forma de cuidar de su hija. “Estar en silla de ruedas implica maternar con más creatividad, con más organización y con más apoyo, pero no con menos amor. Una hija no necesita una madre perfecta ni una madre que camine: necesita una madre que esté presente y que la ame, y eso hoy puedo hacerlo”, asegura.

El cierre de una herida, el comienzo de otra vida

El 17 de junio de 2025 marcó un antes y un después en su vida y en su proceso de recuperación. Ese día cerraron la última lesión que le había dejado la bacteria. “Fue un momento profundamente simbólico: mi cuerpo, después de todo lo que había pasado, por fin no tenía más heridas abiertas”.

Sin embargo, el postoperatorio de esta última cirugía no fue fácil. Pasó internada 57 días en cama, postrada boca abajo para permitir que la herida cicatrizara correctamente. “Pero más allá del dolor físico, sentí una gratitud inmensa. Gratitud por haber llegado hasta ahí, por el equipo médico, y especialmente por Santi, mi marido, que me acompañó desde el primer día”, expresa.

También sintió un gran entusiasmo, “algo que hacía mucho no sentía con tanta claridad”. Era el comienzo de una nueva etapa, sin úlceras, sin curaciones diarias, sin dolor constante. “Miré hacia atrás y sentí orgullo: por mi cuerpo, por mi familia, y por haber resistido tanto”.

Una nueva misión

Hoy, Rochi dedica gran parte de sus días a las terapias que la ayudan a seguir recuperando funciones: kinesiología, terapia ocupacional y terapia cognitiva, entre otras. “Es un proceso lento, pero cada pequeño avance me recuerda lo lejos que llegué y todo lo que aún puedo lograr”, dice.

También empezó a escribir un libro. “Escribir me ayuda a ordenar, a recordar, a ponerle palabras a lo que viví y también a transformarlo en algo que pueda servir a otros”, explica.

Además, a través de su cuenta de Instagram, @rochisporleder, refleja su historia y su lucha. “Me di cuenta de que mi historia transmitía un mensaje de resiliencia, esperanza y superación que podía inspirar a otras personas que estuviesen pasando por momentos difíciles. En poco tiempo se formó una comunidad muy cálida, con un ida y vuelta genuino”. 

Asimismo, da charlas motivacionales y se define como alguien que “transforma el dolor en algo que pueda ayudar a otros a no rendirse”, comenta.

La vida después de todo

Cuando se le pregunta con qué cosas disfruta ahora, Rosario no duda. “Durante mucho tiempo no pude hacer nada de lo que solemos considerar ‘normal’. Pasé meses sin poder moverme, sin poder sentarme, sin poder bañarme sola… Por eso, hoy cada gesto cotidiano tiene un valor inmenso. Disfruto poder respirar aire fresco, ducharme con agua caliente, vestirme, sentarme a la mesa, compartir una comida”, dice. 

Y, por encima de todo, disfruta “ver a Juana correr, estar con mi familia un domingo o reírme con amigos en un asado. Son cosas que antes daba por sentadas y que hoy se sienten como verdaderos regalos”.

De su experiencia vital ha aprendido que “la felicidad no está en los grandes logros, sino en lo más simple: poder estar, sentir, compartir. Estar viva. Después de todo lo que viví, aprendí que la vida no se mide en lo que falta, sino en la capacidad de agradecer y de disfrutar de las cosas más pequeñas”, concluye.