Woody Allen y su ‘Gravedad cero’, la sonrisa necesaria en estos tiempos malhumorados

Cuenta Fernando Trueba que muchas noches ha interrumpido el sueño de su mujer a causa de sus carcajadas por la lectura de ‘Sin plumas’ (Tusquets), la colección de relatos que Woody Allen publicó a principios de los 70. Confiesa el cineasta que es el libro que más ha leído. Y uno se lo cree. Baste un ejemplo: en uno de los cuentos, el Señor afea a Abraham que sea tan necio para creerse la broma de sacrificar a su único hijo Isaac:

 -No tienes sentido del humor, no puedo creerlo -dice el Señor.  -¿No prueba esto que te amo, que estaba dispuesto a entregarte a mi único hijo? - responde Abraham.  -Eso prueba que algunos hombres obedecen cualquier orden por cretina que sea, mientras la formule una voz elegante y bien modulada -responde el primero.

Dicen que Woody Allen no tiene sustituto, que no ha creado escuela, ni estirpe, pero eso también muestra que su genialidad es única. Ahora el cineasta contraataca con ‘Gravedad cero’ (Alianza Editorial), otra serie de relatos (muchos publicados previamente en ‘The New Yorker'), donde comprobamos que, a pesar del tiempo transcurrido, su humor no ha decaído. Y atiza a todo: Hollywood y la pérdida de calidad del cine, la cancelación y lo políticamente correcto y hasta la inteligencia artificial.

De esta última deja una perla en el cuento ‘Cuando el adorno de tu capó es Nietzsche’. En él presenta a un coche inteligente que estudia filosofía, literatura o psicología para tomar decisiones vitales. “La verdad es que nunca se sabe cuándo tienes que recurrir a Aristóteles o Confucio en una situación en la que debes decidir si vas a chocar contra una farola o atropellar a un hombre que sale de Zabar´s con unos bagels recién hechos”, dice el vehículo.

"No es fácil ser gracioso", dice la crítica literaria Daphne Merkin en el prólogo, pero Woody Allen lo es, y da la sensación de que es a pesar suyo. “Ellos veían el sentido del humor de su hijo como un defecto de nacimiento”, dice el cineasta en el relato ‘Crecer en Manhattan’, con claros ribetes autobiográficos. En el caso de Allen parece claro que la risa (o una sonrisa permanente) es su única manera (y arma) para acercarse a la realidad, y como hacen los buenos humoristas, descubre y relaciona detalles donde otros solo ven algo rutinario o intrascendente.

Por seguir con el cuento de los coches inteligentes, dice nuestro vehículo: “Mi tercer propietario fue T. D. A. H. Dildarian (ojo al nombre), el notorio médico que demostró que el Kleenex que siempre aparece justo después de que saquemos uno de la caja es una ilusión óptica”.

Es humor inteligente y muy condensado, que obliga en ocasiones a leer dos veces los relatos, y en la relectura siempre descubrimos algo que se había pasado por alto. Las ideas de Allen vienen muchas veces de lecturas de prensa, en especial de reportajes y artículos de The New York Times, como uno que informaba sobre los traumatismos craneoencefálicos y su capacidad para inducir sinestesia. De él saca la idea de un relato donde el poco agraciado protagonista se vuelve más memorioso que Funes al golpearse la cabeza con una lámpara y gracias a ello consigue ligar con la chica de sus sueños:

-Él: Lunes, 6 de julio de 1604. El Greco pide sopa de huevo, pero dice que no le pongan glutamato.

-Ella: ¡Oh, Morris…! (…) ¡Qué don, que mente extraordinaria!

En tiempos oscuros necesitamos a “payasos” como Woody Allen, se dice en el prólogo, alguien tan humano y tan contrapuesto a “ese matón ruso bajito de ojos rasgados”. La risa está garantizada desde la primera página, antes incluso: no pasen por alto la dedicatoria dirigida a sus hijas Manzie y Bechet, “que han crecido ante nuestros ojos y han utilizado nuestras tarjetas de crédito a nuestras espaldas”.