La madre de uno de los jóvenes que cruzó los Andes en silla adaptada: “Nada de esto sería posible en solitario”
Pedro y Mario se convirtieron en los primeros participantes en silla adaptada en completar El Cruce Saucony, una de las carreras de montaña más exigentes del mundo
Eva, madre de Pedro, relata los miedos previos, la dureza del recorrido y la emoción de cruzar la meta tras casi 100 kilómetros por los Andes patagónicos
Tras terminar, el equipo donó las sillas utilizadas en la prueba para facilitar el acceso a la montaña a otras personas con discapacidad
Por primera vez en la historia de El Cruce Saucony, la mayor carrera de trail running por etapas del mundo, dos personas con parálisis cerebral, Pedro de 22 años y Mario de 12, lograron completar cerca de 100 kilómetros por los Andes argentinos en sillas adaptadas, acompañados por el equipo gallego Empujando Sonrisas. Detrás de la hazaña, además del esfuerzo deportivo, hay una historia de familias, miedos, decisiones difíciles y un mensaje claro: la inclusión no es solo visibilidad, son recursos y herramientas.
Eva, madre de Pedro, reconoce que la propuesta inicial le pareció “una auténtica locura”. La idea partió de José Luis, padre de Mario, pero no fue hasta que vio vídeos de la prueba y recibió un proyecto formal cuando comprendió que el reto iba en serio. “Ahí tragué saliva. Me di cuenta de que esto era real, muy grande y con una logística enorme”, explica.
El miedo de una madre ante un reto sin precedentes
Antes del inicio de la carrera, los temores fueron inevitables. Eva confiesa que sus mayores miedos tenían que ver con la seguridad, la salud y el bienestar de su hijo durante tantas horas en la montaña. “Los cambios bruscos de temperatura, la postura en la silla, la alimentación… Pasé horas estudiando mapas para encontrar puntos donde verlo y comprobar que estaba bien”, relata.
Aun así, la confianza en el equipo fue clave. Eva afirma que desde el primer momento sintió que Pedro estaría acompañado y cuidado. “Sabía que no iba a estar solo ni un segundo”, señala.
Más allá del miedo, hubo una motivación profunda: ser referentes. Eva recuerda que durante años buscó ejemplos para demostrar que su hijo podía practicar deporte. “Recibí muchos ‘no’ cuando intentaba apuntarlo a actividades deportivas. Por eso ser los primeros en hacer esta carrera tenía sentido: para que otros vengan detrás”.
Una llegada a meta imposible de describir
Eva participó en la tercera y última etapa de la prueba, un momento que define como la experiencia más emocionante de su vida. “Empecé a llorar en el kilómetro cinco y no paré hasta el treinta”, confiesa. No fue solo la dureza del recorrido, sino lo que representaba.
Describe con emoción el esfuerzo de las quince personas que empujaban la silla de su hijo. “Ver a gente adulta dejándose la piel, sin recibir nada a cambio, por tu hijo… eso no se puede pagar”, afirma. Para Eva, ese fue el mayor aprendizaje: la fuerza de lo colectivo. “Pedro fue capaz de unir a 15 personas hacia un mismo objetivo. Eso es maravilloso”.
Más allá del deporte: inclusión real y recursos
Eva insiste en que el foco no debe ponerse únicamente en la discapacidad. “La discapacidad ya se ve. Lo que hay que visibilizar son las herramientas necesarias para que la inclusión sea real”, subraya.
Un ejemplo claro es el coste del material. La silla adaptada de Pedro cuesta 5.000 euros, una cifra inaccesible para muchas familias. Por eso, la decisión de donar las sillas utilizadas en la carrera fue tan simbólica como reivindicativa. “Queríamos dejar la herramienta para que otros pudieran hacerlo”, explica.
La silla de Pedro fue donada a una asociación de montaña en Argentina y, al día siguiente, permitió que una mujer con esclerosis múltiple volviera a subir a la montaña tras años sin poder hacerlo. La segunda silla, la de Mario, fue entregada a Alejo, un niño con parálisis cerebral que corría con una estructura artesanal que nada tenía que ver. “Ver el brillo en sus ojos nos llenó de orgullo”, recuerda Eva.
Un mensaje que cruza fronteras
Regresaron de los Andes sin silla, pero con una certeza: juntos se llega más lejos. Recuerda palabras que escuchó en el pasado, cuando le dijeron que su hijo “no llegaría a nada”. Hoy, Pedro ha alcanzado casi 2.000 metros de altitud en una de las pruebas más duras del mundo.
“Nunca me he sentido tan acompañada ni tan llena de cariño”, concluye. Y deja un mensaje claro para la sociedad: romper barreras es posible, pero requiere compromiso, recursos y voluntad colectiva.