La historia del español más longevo de Venezuela que nunca pudo volver a España

  • Manuel tiene 105 años y salió de España huyendo de la dictadura franquista tras haber combatido en el bando republicano

  • En Venezuela hay 3.400 pensionistas españoles que emigraron a mediados del siglo XX e hicieron una nueva vida lejos de casa

Manuel tiene casi 105 años y recuerda el nombre y los dos apellidos del coronel de su regimiento en la Guerra Civil española, donde luchó en su Albacete natal junto al bando republicano. También se acuerda de don Antonio, el jefe de cocina de los jesuitas en Valencia, donde trabajó cuando perdieron la guerra. Don Antonio era su amigo, también republicano, y escondió en el sótano al coronel y a su mujer para librarles del fusilamiento. A Manuel también le libró de cosas como la muerte, porque cuando lo metió en la cocina lo sacaron de la lista para ir con la División Azul a luchar por Hitler en Rusia. No volvió ninguno de aquellos compañeros que se fueron por obligación mientras él se quedaba pelando patatas.

Las primeras palabras que intercambió con don Antonio, cuenta Manuel que fueron en francés, que por aquel entonces era algo así como hablar en idioma clave, aunque un poco sospechoso. Los dos habían estado en Francia antes de la guerra. Manuel siendo un adolescente, con su familia, y volvió a España para hacer la mili porque si no cumplía, tenía que pasarse 40 años en el exilio, según la ley.

Manuel, que a su edad es el español más longevo de Venezuela, está perfecto de memoria, cabeza, ánimo y salud; solo un poco sordo, y para entenderse hay que gritarle un poco en el oído bueno (el oído mejor), o escribirle la pregunta o la idea en una libreta. Así lo hace su familia o sus cuidadoras cuando le visitan y charlan en casa de todo un poco mientras se comen un pedazo de torta casera y un vaso de Coca-Cola lleno de azúcar, muy a lo venezolano.

Todavía habla francés a sus 105 años, y recuerda las conversaciones con don Antonio como si no hubiesen pasado las décadas. También se acuerda que cuando volvió de Francia su madre cosió para el viaje las 40.000 pesetas de los ahorros familiares en una almohada, y que llegaron intactas a su destino. 40.000 pesetas era mucho entonces. Una casa en la España de la Primera República costaba unas 5.000.

Pero “la maldita guerra” como la llama Manuel, lo cambió todo. Se fueron las 40.000 pesetas, los ahorros, la esperanza y la familia. Él vino a Venezuela, de hecho, por su familia, por su hermana Julia que lo llamó angustiada y llorando porque a su Paco, a su marido, Franco lo quería fusilar “por comunista”. Así que Julia y Paco cruzaron el océano hasta el Caribe y le pidieron que se fuera con ellos; y él, que dice que en su vida todo lo que ha hecho ha sido trabajar por su familia, cogió a su mujer, Pilar, y a su hija mayor que por aquel entonces tenía solo tres años, y se fueron todos en un barco para Venezuela, con dos maletas llenas de lo que pudieron meter y con un pasaporte que le había conseguido el Padre Angelino de los Jesuitas en la Jefatura de Valencia. Era el año 1952, siendo todavía presidente Suárez Flamerich, antes de la dictadura de Pérez Jiménez, que para muchos emigrantes españoles no fue mala sino todo lo contrario porque económicamente el país era una bala petrolera de prosperidad con oportunidades de oro negro para todos. Nada que ver con la miseria que dejaban atrás.

“La España de entonces era como la Venezuela de ahora. No había ni azúcar”, cuenta Manuel con su memoria prodigiosa y su verborrea de centenario que habla con pausa y certeza de su propia historia. “Lo que comíamos eran sardinas en lata, y en el frente de batalla lo que hubiera. Comíamos alfalfa, y hasta ratas, que las matábamos de noche con un palo porque estábamos comiendo solo aceitunas. A las ratas las pelábamos, les quitábamos la piel, las metíamos en el fuego, las asábamos y comíamos eso. Ratas, conejos o lo que hubiera”.

El “Conde de Argelejos” fue el barco que les trajo hasta las costas de La Guaira en Venezuela. También de ese nombre difícil se acuerda Manuel. Y de que cuando llegaron no había terminal de pasajeros y por eso pusieron unas tablas en el agua con una alfombra encima para que cruzasen a tierra firme sin caerse al agua. En La Guaira, que está a menos de una hora de Caracas y que hoy hace las delicias de los capitalinos pudientes en las escapadas de los fines de semana, estaban esperándoles su hermana Julia y su cuñado Paco con la alegría en la cara del reencuentro y el olvido momentáneo del exilio y el paredón.

Así que allí llegaron con sus maletas llenas de recuerdos y mudas de ropa remendada y se fueron directos al Hotel Miramar, que acababan de inaugurarlo hace poco. Y en seguida hablaron con el dueño y Manuel le dijo que era cocinero y encontró trabajo al minuto. “Venga usted mañana”. En el Miramar se quedaron un tiempo y en esa época no tenían ni casa ni habitaciones. Manuel y Paco dormían en un chinchorro, una hamaca, donde podían o les pillaba la brisa; y Julia y Pilar con la niña a la orilla del mar tumbadas en un colchón.

Pero el clima de La Guaira, de calor, sol penetrante incansable, mosquitos asesinos y bochorno insufrible, no le sentaba bien a Pilar, y el Doctor Nieves, que era el director del Hospital Vargas (de esto también se acuerda Manuel como si hubiese tomado un café con leche con el médico la semana pasada) les recomendó que se mudasen a Caracas, donde el clima era mucho más agradecido para los europeos, acostumbrados a otras inclemencias.

Así que de nuevo cogieron maleta y carretera y llegaron a la casa de un amigo de Paco cerca del Panteón Nacional, en pleno centro de una capital que casi no tenía edificios altos. El desarrollismo urbano llegaría pocos meses después con la construcción de las primeras infraestructuras faraónicas, símbolo de los deseos personalistas de apariencia y poderío de Pérez Jiménez.

En Caracas, comenzaron otra vida que dura hasta ahora. Empezaron a trabajar primero en una quinta (chalet grande) de un señor adinerado en el barrio de Las Mercedes (hasta hoy una de las zonas de clase media-alta de la capital). Allí Pilar trabajaba llevando la casa y Manuel la cocina, improvisando como podía las recetas criollas sin pimentón de la vera y mezclando cara e imaginación para complacer al señor de la casa.

No les fue mal y hasta tenían tiempo para dar paseos hasta Chacao (zona al este de la capital, de clase media alta y hoy llena de actividad y edificios tanto residenciales como de oficinas) donde compraban carne de vaca que vendían algunos agricultores de la zona. La colgaban de los arboles y la llenaban de sal mientras espantaban a las moscas con las manos. De eso, todavía se ve hoy bastante en las calles de Caracas, setenta años después. Y del chalet se fueron a trabajar a una posada de la que Manuel se hizo dueño y terminó llevándola hasta que cumplió los setenta y pico de años.

El anciano nunca volvió a España. Pasaron los años (y tanto), y dice que no se dio cuenta, entre fogones, la vida; Franco, que murió tarde, y los turistas de la posada. Pero a pesar de su siglo de más y de su sordera, y de la hernia que dice que le molesta un poco porque no le deja caminar como antes, es capaz de recitar de memoria poemas anónimos populares que hablan de España y de su tierra.

“Yo no extraño a mi tierra. Yo cada día la quiero más. Porque yo soy como El Quijote. Primero España y después yo”. Y lo dice haciendo pausas mientras le miran las hijas y los maridos y los primos, controlando los tiempos del público como una estrella de rock. Pilar, su compañera de vida, murió hace unos años y Manuel empezó a tomar unas pastillas para la depresión. Es lo único que toma junto a una aspirina de vez en cuando.

Otros españoles centenarios en Venezuela y qué hace con ellos España

Angelina es otra española centenaria en Caracas. Ella tiene 100 años y cinco meses y no habla tanto como Manuel, porque también está sorda, pero sobre todo porque no se acuerda de tantas cosas. Sí se acuerda que nació en la isla de La Gomera, en Canarias, y que allí tenía un bar con su marido. Que vivió en Tenerife y que vinieron a Venezuela en los años cincuenta por lo que venían todos los demás.

Aquí Angelina fue conserje y después cocinera del restaurante que puso su esposo. Les fue bien como a casi todos los españoles que se lanzaron a la aventura de la mar y el exilio en aquella época de incertidumbre y de siglo de posmodernismo impuesto a marchas forzadas, como si hubiese que darse prisa por cambiar las cosas para escribir pronto los libros de historia del futuro.

A Angelina, que va en silla de ruedas y los médicos dicen que es un milagro que siga viva, y así de viva, después de que hace unos años le diese un tromboembulismo pulmonar, la cuida su hija menor, Susana, que era enfermera, pero lo dejo todo para estar pendiente de su madre. El resto de los hermanos, son cinco en total, anda por ahí. Unos fuera de Venezuela, otros dentro, pero sin cobertura; otros ni siquiera se sabe donde.

Angelina volvió a España con su hija en 2017, que se la llevó con intención de quedarse huyendo de la situación en Venezuela, pero no se adaptó. “Le daban alucinaciones y lloraba todo el tiempo”, explica Susana, así que volvieron a la casa que reconoce y quiere para morirse tranquila.

Ella y Manuel son dos de los diez españoles centenarios que viven en Venezuela en la actualidad según los registros del consulado de España en el país. Además, hay un total de 3.400 pensionistas (mayores de 65 años) españoles residiendo en el país caribeño y de ellos se encarga el gobierno con un aporte de 4.600 euros al año más un seguro médico y medicamentos gratuitos, algo que en Venezuela supone una diferencia entre la vida y la muerte, literalmente. Los únicos requisitos para recibir el subsidio son haber nacido en España, haber sido emigrante y haber cumplido con la edad de jubilación. Después de eso deben dar una fe de vida anual a la sede diplomática para evitar estafas y caradurías.

Escribía José Saramago sobre la vejez y decía que empieza cuando se pierde la curiosidad. Manuel y Angelina duermen poco y piensan mucho, observan todo como mirando ausentes, pero no por viejos, aunque lo parezca para muchos que no saben cómo fue y cómo es su vida, sino por curiosos o exploradores centenarios que ya escribieron su capítulo largo del libro de historia del migrante aventurero. Ellos saben que todavía quedan hojas en blanco para seguir escribiendo en líneas irregulares, ansiosas por seguir viajando en el tiempo presente y futuro de su propia revolución que es la vida sin adornos. Resistencialismo al fin.