Mario Sandoval, vino y comida en la casa de los sueños

  • Primero en Humanes y ahora en el madrileño barrio de Chamberí, Sandoval demuestra en Coque su arte culinario, su aprecio por el vino, sus invenciones atesoradas con el tiempo

  • El proyecto empresarial se completa con la veterana Romaneé, en Griñón, y con El Jaral de la Mira, en El Escorial, el depósito de sus ilusiones

La vida era un murmullo de campesinos allá por los años cincuenta en Humanes, una pequeña población agrícola del sur de Madrid, en la cuenca del Jarama. Allí empezó todo, impulsado por el patriarca inicial, Álvaro Huertas Coque, al que apasionaba la caza que guisaba con habilidad su mujer, Isidra. Huerta, caza y cocina fueron los mimbres perfectos para la primera casa de comidas del lugar; se llamaba La Peña.

Su hija Teresa desde muy pronto mostró una clara inclinación por la cocina y siendo ya una niña pululaba entre fogones. La muerte de su madre provocó que ella y su marido, Rafael Sandoval, tomaran las riendas del negocio. Después de ampliar y remodelar su proyecto adquirieron una gran fama por sus cochinillos asados, hasta el punto de que desarrollaron un cruce propio de dos razas: Pietrain y Duroc, consiguiendo que este animal tenga un 25% menos de grasa que los cochinillos que consumimos habitualmente.

La tercera generación de estos restauradores la componen sus hijos: Rafael, José Ramón, Diego y Mario. Cuando nació este último, Teresa lloraba desconsoladamente porque quería una niña que pudiera continuar la tradición en la cocina, pero la comadrona, con Mario en sus brazos, sentenció: "Dios te dará lo que necesitas". Y se cumplió la profecía porque desde muy joven Mario manifestó su predilección por la cocina.

Sus hermanos le arroparon en su viaje, todos menos José Ramón, que cambió gastronomía por fútbol, y juntos emprendieron un camino común, de excelencia: Coque. Primero en Humanes y ahora en Madrid. "Las ideas también tiene sus paisajes", escribió Juan Ramón Jiménez.

Perpetuo diálogo entre los platos y el vino

"El vino es el alma de los platos". Así se arranca Mario en la conversación. "No se entiende la una sin lo otro", remedando la sabia enseñanza de Cunqueiro en su Cocina cristiana de Occidente: "Sin vino no hay cocina, pero sin cocina no hay salvación, ni en este mundo ni en el otro". Y afirma que hay un perpetuo diálogo entre los platos y el vino aunque sean lenguajes distintos, y por ello cuando elabora sus menús lo hace con sus hermanos: Rafael, el sumiller, y Diego, el jefe de sala, prueban, opinan, matizan, ensamblan. "El orden de los platos lo marca el vino", señala, "marca mucho el menú".

En uno de los aperitivos de Coque sirven un macarón de vino tinto, aparecen en él los polifenoles y el sabor seco del vino. Una delicia. Una conversación fluida entre la cocina y la esencia. La idea surgió en una visita a las Bodegas Matarromera, de su amigo Carlos Moro, que le regaló unos extractos y le dijo: "Mira a ver qué puedes hacer con ellos". Mario y su inteligencia creadora produjeron esta delicadeza de la cocina sólida.

Le pregunto maliciosamente si cuando cocina, aunque sea en lo doméstico, emplea un buen vino. Se ríe y me dice que no se esperaba la pregunta. "No puedo entender un buen estofado sin un buen rioja", "un buen escabeche sin un ligero toque de amontillado". Ese toque final acentúa el bouquet. "El vino debe estar a la altura del producto, sin ningún género de dudas". "El vino alarga la comida", concluye. Y la sobremesa, añado.

La bodega de Coque tiene el trazado de la alta joyería,

un elegante muestrario de todos los vinos, de multitud de referencias de todas las denominaciones de origen, de múltiples latitudes nacionales e internacionales. Es uno de los pasos, de la liturgia del restaurante antes de llegar a la cocina y de sentarse a la mesa. Su custodio es Rafael, que despliega su prosa didáctica para enseñarla. Un orgullo y un emblema. Esta estancia se completa con un rincón de forma casi sacramental dedicado al champagne, con añadas extraordinarias de Dom Pérignon. Hay una historia que duerme en cada interior de una botella. Un sueño a la espera de su despertar.

Volvemos a Humanes, al origen, donde se configuró el ADN culinario de Mario, entre fogones familiares, primaveras tecleadas por una huerta generosa, veranos cálidos de anocheceres con sillas y conversaciones al fresco, con otoños que despertaban la caza y encofraban los bosques cercanos y sus dones.

"El afán de conocimiento de Mario lo ha llevado a investigar los porqués de su cocina, sea conocer en profundidad las verduras autóctonas o estudiar las características de las diferentes maderas para la cocina en el horno", dijo hace tiempo el multipremiado Joan Roca.

En esta tierra de humildades y camaraderías forjaron los tres hermanos su compromiso de vida: "Amar lo que haces y compartirlo. Respeto, constancia y dedicación. Ese ha sido y es nuestro credo". "Servir a los demás es una bonita forma de ser feliz", afirma su hermano Diego, el jefe de sala.

La fuerza del núcleo familiar. Los Sandoval eran "huéspedes felices de la periferia", que diría mi compadre, el poeta Antonio Lucas, pero su ambición taurina no apartaba la mirada de Madrid, esa plaza redonda gastronómica donde todos ansían triunfar.

Y por ello llegaron a ese elegante local de Chamberí con ganas de comerse el mundo, de demostrar a la parroquia su arte culinario, su aprecio por el vino, sus invenciones atesoradas con el tiempo.

"Fíjate -me señala mi amigo el crítico gastronómico Carlos Maribona-, su llegada a Madrid no rompe el vínculo, se trajo una reproducción exacta del mismo horno de Humanes". "Mario es un ejemplo de cómo entender la herencia, el legado materno de una cocina ancestral madrileña, interpretarla y elevarla a la alta cocina, a la excelencia de las dos estrellas Michelin". El nuevo Coque es el poso de todos sus sueños.

Llamo a otro amigo común, el doctor Mario Alonso Puig, para que me ayude a definir a Mario: "Es una persona que une a su extraordinaria creatividad, una preciosa voluntad de servicio". Rotundo.

El proyecto empresarial se completa en otros dos territorios: la veterana Romaneé, en Griñón, donde miles de conciudadanos han celebrado momentos felices de vida. La fuerza motora.

Y recientemente han establecido otra coordenada en El Escorial, El Jaral de la Mira, su futuro, el depósito de sus ilusiones: una pequeña ganadería y la posibilidad de plantar viñedos; y un espacio hermoso y elegante para acoger las celebraciones de la zona norte de la capital. Hay algo que me enamora en este lugar, un bosque mágico, encantado, donde las encinas susurran un diálogo de piedras y viento. Suena el río que discurre indiferente a la cita de un molino en ruinas. "Las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el alma", escribió García Márquez en Cien años de soledad.

En el Jaral viene el recuerdo de nuestro amigo el ganadero Antonio González, que el maldito virus decidió robarnos a traición en fechas recientes. El mundo no será el mismo sin su bondad y su generosidad. Trota libre su legado: una yegua árabe, Coqueta, que trajo aquí hace un año. Lloramos juntos su pérdida mientras buscamos alivio en su memoria.

Le pregunto qué vino se abriría en el jardín de su casa al final de su jornada laboral. Responde con inusitada inmediatez: Mirlo blanco, un albillo real de las Bodegas Valquejigoso de Villamanta (Madrid), propiedad de Félix Colomo. "Un vino que refresca y da calma". "Además ya sabes que soy madrileño por los cuatro costados".

Prosigo: ¿entonces conmigo te beberás un vino madrileño? "Ni lo dudes", responde. Y elige: V2 de Valquejigoso también. Una vendimia seleccionada de sus mejores variedades: cabernet franc, cabernet sauvignon, petit verdot y tempranillo. Intenso, puro, profundo, de gran carácter.

¿Brindamos? Alzamos las copas y es él quien propone: "Recuperaremos la ilusión y todo girará". Palabra de vino.