A un palmo del toro

MAY GAÑÁN 07/09/2011 12:10

Acabamos de aparcar el coche y lo primero que hacemos es cambiarnos al de María Jesús que nos anuncia que hay que salir ya, es la hora de llevar el encierro a cabo. Apretados todos en un coche con las puertas laterales abiertas, la vemos transformarse en el momento en el que empieza la acción.

Tres mayorales subidos a caballo guían con su galope y sus gritos a los toros y vacas para forzarlos a entrar por una parte del camino que se estrecha. Una manga por la que tienen que pasar las cuatrocientas cabezas de ganado de la finca. El coche trata de esquivar los baches, encallándose en las piedras del sendero mientras María Jesús al volante parece ajena a todo volcada como está en gritar desaforadamente a los animales, tratando de reconducir los pasos de una vaca despistada o jalear al mayoral, o a uno de los perros que los va pastoreando.

El peligro aquí, nos va contando, es que uno de los toros en estos momentos se vuelva y embista. El ritmo es vertiginoso. Tanto que en apenas minuto y medio todos los toros están ya metidos en el corral.

Una nube de arena se mezcla con el resuello de los caballos y los toros agitados aún por la carrera. María Jesús sonríe. El encierro ha sido un éxito, sólo dos vacas se quedaron rezagadas, el mayoral vuelve ya en solitario a por ellas. Lo siguiente que toca es apartar varias vaquillas para la tienta prevista para esta tarde en el ruedo de la finca.

Con papel en mano la ganadera y los clientes de la finca las van mirando para calibrar su empuje y su bravura. Seleccionan dos y para entonces ya es la hora de almorzar. Sobre la mesa lo que se sirve también es toro, toro estofado, de la propia finca.

Una carne cuya procedencia María Jesús conoce con toda exactitud. Sabe qué comió el animal y cuándo se sacrificó. Junto al comedor, a través de la ventana asoman cornamentas que vienen y van parsimoniosas. Son los toros de la finca, comiendo del pesebre que está debajo del alféizar. También las habitaciones de la finca dan a esta zona.

Por la tarde recorremos la dehesa y asistimos a la tienta. Rosa, la mayorala de la finca agarra la muleta y ofrece unos pases de pecho con hechura y ganas. Mientras Luis, uno de los clientes hospedados en la finca, prueba suerte lanzándose al ruedo.

El día termina en un atardecer animado por los mugidos de toros y vacas que acompañan hasta el amanecer, momento en el que el canto del gallo rompe la mañana. A primera hora llegan los veterinarios para extraer muestras de sangre al ganado y hacerles pruebas de tuberculosis.

Los animales se mueven de un sitio a otro dóciles ante el empleado de la finca que dirige a la manada con un simple palo rematado por una bolsa de plástico. Y así la actividad de la ganadería sigue incesante cada día.