Enrique, sobre la gordofobia: "Se nos recuerda que no somos válidos, que ser gordo es casi lo peor que se puede ser"

  • “Hemos enseñado a los niños a respetar la diversidad racial y sexual, pero se siguen burlando de los gordos”

  • El mayor éxito de un gordo es adelgazar y debería ser una consecuencia, no una meta

  • Ya va siendo hora de que aprendamos que se puede estar gordo y estupendo

El reciente cambio físico de Adele, visiblemente más delgada de lo que ha estado a lo largo de su carrera, ha desatado una reacción prácticamente unánime de alegría, halagos y felicitaciones. Se asombran quienes quizás nunca fueron capaces de reconocer la objetiva belleza (todo lo objetiva que puede ser la belleza) de una mujer que siempre ha sido guapa y estilosa. Parece que hasta ahora, hasta que su cuerpo no ha alcanzado unas determinadas dimensiones y formas, no se merecía del todo el piropo. Es una historia que he vivido –perdón por el chiste malo– en mis propias carnes.

He sido siempre gordo. La primera vez que adelgacé en serio, perdí 30 kilos en seis meses. La táctica fue sencilla: dejé de comer. Me alimentaba lo mínimo de esos alimentos que sabemos que no engordan: ensalada, pollo a la plancha, poco más. Recuerdo tardes enteras tirado en la cama, sin energías para levantarme. Estaba entonces en la universidad y me arrastraba de clase en clase intentando recomponer el rostro y el cuerpo para que mi agotamiento no fuera llamativo, para no hacer saltar las alarmas. Fingía normalidad y, cada vez que alguien me proponía ir a comer o compartía conmigo algún snack, siempre decía que no porque "tenía el estómago revuelto". Decir que estaba a dieta no era una opción, porque derivaba en más preguntas. ¿Por qué uno es capaz de someter a su cuerpo a semejante tortura?

He recibido más felicitaciones por adelgazar que por todo lo demás

Es como si todo el mundo me mirara con otros ojos. De repente provocas entusiasmo en tu entorno, y te alimentas de él: tus amigos cambian, consciente o inconscientemente, la manera en la que te tratan. Llegan los "estabas demasiado gordo" y los "ya era hora". Y si no lo verbalizan, su actitud es igualmente cristalina y hablan contigo de cosas que antes evitaban. Como un niño cuando por fin puede intervenir en el mundo de los mayores, ahora formas parte del mundo de los de los delgados.

Y si quien te tiene cerca se asombra, la euforia es total en quienes no tienen tanto contacto contigo. Las personas que te ven de vez en cuando no se creen –insisten mucho: no se lo pueden creer– que seas tú. Como si mi cuerpo anterior no fuera más que una fase penosa, un purgatorio que debes atravesar hasta ser de verdad una persona. El mundo cambia su trato hacia ti y, cómo no, tú cambias tu trato hacia el mundo. Asumes que tu físico es ahora un mérito, el resultado de un necesario esfuerzo. Te ves con ánimo para lucirlo y lucirte. Después de tanto tiempo en guerra con tu cuerpo, has firmado la paz.

Asumes que tu físico es ahora un mérito, el resultado de un necesario esfuerzo

Pero esa tregua no dura mucho. Tus amigos y conocidos se acostumbran a tu nuevo físico antes que tú y, cuando su entusiasmo desaparece, no tienes nada que llevarte a la boca. El hambre física se junta ahora con la necesidad de esa validación externa que has saboreado hasta dejarla seca. Puede que hayas aprendido cómo se adelgaza, pero no tienes ni idea de cómo ser delgado.

Este cuerpo no soy yo

He sido gordo toda la vida. Por momentos muy gordo, realmente una persona oronda solo cuya juventud la ha salvado de las consecuencias de la obesidad; y en ocasiones, alguien bastante en forma pero con una constitución más grande que la mayoría. Pesara 95 o 130 kilos, desde siempre he recibido el mismo mensaje sobre mi cuerpo: es un error que hay que corregir, y la responsabilidad es exclusivamente mía.

Sin detenerme en las causas que podría aducir mi permanente gordura (empezando por una cuestión de clase: comer mal es mucho más barato que comer bien), siempre ha sido descorazonador comprobar cómo, mientras me repetían constantemente que si mi cuerpo estaba mal era "por mi salud", la espiral delgadez-validación hacía añicos mi salud mental. Y la reacción de supervivencia de ese cuerpo ahora tan alabado fue la de siempre, la que puso en pause mientras intentaba ser como los demás: tapar la ansiedad con comida.

La opresión que sufren los cuerpos no normativos es tan permanente y tan universal que nos rodea como parte del aire que respiramos, y resulta complicado darse cuenta de que está ahí. Empezando por comentarios en principio inocentes (¿cuántas personas delgadas han subido fotos suyas con un "me estoy poniendo como una foca este confinamiento" solo hoy?) y escalando hasta las agresiones (he olvidado cuántas veces me han insultado por la calle, cuántas veces me pegaron de pequeño), cada día se nos recuerda que no somos válidos, que ser gordo es casi lo peor que se puede ser.

Hace unos años también adelgacé mucho. Pero no dejé de comer: sin seguir una dieta concreta, mejoré mi alimentación y empecé a hacer ejercicio. Perdí menos kilos y tardé más meses que la anterior, pero me encontraba mejor que nunca. Más allá de lo social, tener un peso acorde a tu altura es muy agradecido: las cosas te cuestan menos esfuerzo, encuentras ropa que te gusta de tu talla… Intenté que la facilidad con la que ahora me movía por el mundo fuera la gasolina para seguir comiendo bien.

Y sí, hay momentos en los que lo es. Instantes en los que sé que estar delgado no deber ser mi meta, sino la consecuencia de una vida con la que esté conforme y feliz, en la que ponga en la balanza placeres y deberes y tenga claro dónde va cada cosa. El problema es que el mundo no ha cambiado. El feminismo, el racismo o los derechos LGTBIQ+ son luchas en las que estamos embarcados como sociedad; la gordofobia no es todavía una de ellas. Hemos enseñado a los niños a respetar la diversidad racial y sexual, pero se siguen burlando de los niños gorditos y las niñas más grandes. Entre otras cosas, porque hoy observarán cómo la nueva figura de Adele es halagada con los más hiperbólicos comentarios. Como si se hubiera curado de una enfermedad.

He sido gordo toda la vida. Y cuando me he reivindicado como gordo, cuando mi cuerpo incómodo se ha situado en el centro de la conversación, la reacción bienintencionada es la misma: la negación de la evidencia. "Tú no estás gordo, estás estupendo". Va siendo hora de que aprendamos que se puede estar gordo y estupendo.