Siguen buscando a Leonor en Guipúzcoa 40 años después: la pista de la enfermera de un centro escolar se esfumó tras acabar su jornada
Leonor Caro Herrera tenía 28 años cuando su rastro se perdió en Guipúzcoa en 1985; las alertas por la enfermera siguen vigentes
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Leonor Caro Herrera, una joven de Guipúzcoa, tenía 28 años de edad cuando se perdió su rastro el 17 de mayo de 1985. Desde entonces han pasado más de cuatro décadas, un tiempo largo y espeso en el que ni las búsquedas policiales ni los avisos ciudadanos han conseguido arrojar luz sobre uno de los enigmas más antiguos de las desapariciones en España.
La Ertzaintza, según detalla en su propia información oficial, sitúa la desaparición en Hondarribia, la villa amurallada que mira al Bidasoa y a la frontera francesa. Pero otras alertas difundidas, como la del Centro Nacional de Desaparecidos (CNDES) o la de la Fundación QSD Global, apuntan a un último avistamiento 20 kilómetros más lejos, en San Sebastián.
Nacida el 13 de noviembre de 1956, Leonor hoy tendría 69 años. En aquel entonces, según indica un cartel de SOS Desaparecidos, trabajaba como enfermera en un centro de salud escolar. Su ficha describía a una joven de 1,60 metros de altura, 64 kilos de peso, complexión normal, ojos marrones y pelo castaño y ondulado. Tras su jornada laboral se perdió su rastro, un dato que siempre se consideró relevante porque necesitaba medicación, circunstancia que pudo agravar la urgencia de su caso en las primeras horas. Pese a ello, ni la movilización policial, ni los años de búsquedas, ni las investigaciones desplegadas pudieron ofrecer una respuesta. Tampoco apareció su cuerpo. Las pocas pistas se esfumaron una a una hasta quedar reducidas a un mosaico incompleto de incertidumbres.
Una de las desapariciones más antiguas en España
Nada de ello abrió una vía sólida. El caso se fue sedimentando como tantos otros de los años 80, una década en la que la coordinación policial, los registros y la tecnología de identificación no estaban aún a la altura de lo que hoy conocemos. Con el paso del tiempo, la historia de Leonor se convirtió en un símbolo de esas desapariciones que quedan atrapadas entre archivos, rumores y líneas de investigación agotadas.
La suya es, de hecho, una de las desapariciones más antiguas registradas en el país. Se suma a una lista de casos imposibles, como el del joven Albertito, cuyo rastro se perdió en Lanzarote en 1973 y que sigue, como el de Leonor, esperando una explicación que no llega.
Un territorio fronterizo y complejo
Hondarribia, el lugar donde oficialmente se le perdió la pista, es una localidad particular para un caso así: asentada junto al mar, con un casco histórico amurallado y un puerto vivo, está además a pocos minutos de la frontera francesa. La comunicación con San Sebastián es fluida, tanto por carretera como por transporte público, lo que hacía -y hace- que los desplazamientos diarios entre ambas localidades sean habituales.
En los años 80, esa combinación de frontera, tránsito constante y zonas naturales abiertas generaba un escenario complejo para cualquier búsqueda urgente. Si ya es difícil reconstruir un itinerario perdido en la actualidad, hace 40 años lo era aún más. A esa dificultad geográfica se sumaba el contexto de la época: desapariciones con menos herramientas técnicas para ser investigadas, ausencia de bases de datos centralizadas y una menor cultura de alerta social inmediata. Muchas historias quedaron suspendidas en ese limbo, y la de Leonor Caro Herrera es una muy representativa.
40 años después, las preguntas siguen intactas
¿Qué ocurrió tras aquel último día de trabajo? ¿Por qué surgieron versiones distintas sobre su último paradero? ¿Hubo algo más que pasara desapercibido en las primeras horas? No hay respuestas. Las autoridades la buscaron durante años, pero ninguna línea de investigación prosperó. No obstante, las alertas de búsqueda siempre se mantuvieron vigentes.
Hoy, el caso de Leonor sigue donde quedó: en ese punto donde la memoria, la incertidumbre y el paso del tiempo se encuentran. Una historia silenciosa que recuerda que, para algunas familias, y para algunos nombres, la desaparición no se mide en días, sino en décadas.