Jesús María Platón: viaje del tatami al teatro

  • Es un kickboxer español que está fusionando las artes marciales con las escénicas y el clown

  • Tiene ocho escuelas de mugendo en el País Vasco y es alumno de Ibarluzea y de Gaulier

  • Trabaja los desequilibrios, los miedos, los retos y la inteligencia corporal

Las escaleras de Mallona llevan a Jesus hasta su padre. Jesús Mª Platón es maestro en artes marciales, director de ocho escuelas de mugendo y excampeón de España y del mundo. También es un clown y desde hace diez años está indagando en las artes escénicas hasta el punto que ha conseguido fusionar estas dos artes. Como su padre, es un enamorado de Bilbao. Su padre falleció hace 21 años. Estos 323 escalones de Mallona le aproximan a él.

De pequeño, los domingos solía asistir con él a los partidos del Santutxu, que militaba en la tercera división. El campo de fútbol se encontraba en lo alto de la escalinata de Mallona. Su padre había jugado como medio en el equipo, pero se retiró prematuramente para dedicarse al trabajo y a la familia. Jesús nunca lo vio jugar. Recuerda cómo le daba la mano en el campo los días de partido, cómo la apoyaba en su hombro guiándolo mientras avanzaban entre el gentío. Todo el mundo parecía conocerlo. La gente se le acercaba y le daba abrazos.

El campo era de ceniza y los días de lluvia se convertía en un barrizal. Recuerda las jocosas conversaciones de los aficionados, el ruido del golpeo del balón. No había grada. El terreno de juego estaba delimitado por una valla que a su padre le llegaba por la cintura y al pequeño Jesus, que entonces tenía ocho años, por el pecho, y a veces seguía el partido asomado a las traviesas. Su padre no era de alterarse ni de gritar al árbitro ni nada por el estilo. Era un hombre tranquilo.

“Mi padre era humilde, buena persona, discreto y amigo de sus amigos. Yo notaba que le querían”, recuerda Jesus. Al terminar el partido, su madre les esperaba afuera, en un discreto recodito. Se juntaban y los tres se iban a pasear por el Casco Viejo y el Arenal. Después de la muerte de su padre, Jesus ha seguido yendo al campo y, de alguna manera, su padre le sigue acompañando.

El hijo de un bilbaíno de pro

José Mª Platón, su padre, nació en Nava del Rey, en Valladolid, pero a los pocos meses su familia se trasladó a vivir a Bilbao. Amaba Bilbao, era un bilbaíno de pro. “Le gustaba la Virgen de Begoña, el Athletic, los Cinco Bilbaínos, compartir momentos con sus amigos en el barrio. Para él, Bilbao era el centro del mundo”, recuerda su hijo. Toda su vida trabajó como electricista en el astillero de La Naval de Sestao. Se iba muy temprano de casa y llegaba tarde por la noche. “No debía de ser fácil pasar todo el día trabajando —dice—, haciendo instalaciones eléctricas en la intemperie junto al mar, pero nunca lo oí quejarse, hablaba mucho de su trabajo y de sus compañeros”.

Era delgado, muy fumador. Fumaba Ducados y Habanos, tabaco duro y negro, pero Jesus no recuerda el olor del tabaco en casa. Tenía la voz grave y a la vez calurosa. Sus palabras emanaban tranquilidad. Siempre iba aseado. A su paso dejaba una fuerte fragancia de la colonia Varón Dandy. Su madre le decía: “¿Ya te has echado la garrafa encima?” Vestía pantalones de tergal y chamarra de ante. “Qué elegantes vestían las personas de antes”.

A veces Jesus habla de él en presente, como si aún estuviera. “No tengo ese sentimiento de fallecimiento, lo tengo muy presente todos los días”, dice. De niño, era su madre quien le acompañaba a las competiciones de kárate. Su padre fue a verlo una vez y lo pasó tan mal que ya no volvió. Lo pasaba mal porque se emocionaba. “Era muy sensible. No era normal que los hombres fueran así en aquella época”. Desde entonces que vivía sus combates desde casa. Le despedía en la puerta y esperaba su regreso para que le narrara la pelea. Le daba un abrazo y si había ganado una medalla o una copa le decía: “Esto va por ti”.

Sus padres apuntaron a Jesus a kárate por casualidad a los tres años de edad porque encontraron en su mochila un panfleto que anunciaba clases. Era disciplinado y organizado y por eso se quedó aquel panfleto que repartieron en la escuela. Si no lo hubiera guardado, seguramente no lo habrían inscrito y su vida habría transcurrido por otros derroteros. Las clases se impartían en el pabellón de La Casilla de Bilbao, a treinta minutos de casa. Entrenaba dos días a la semana. Sin embargo, el primer recuerdo que tiene de haber realizado esfuerzo físico fue a los ocho años en el patio del colegio jugando a balonmano. “Ir a artes marciales me hacía sentir bien, me generaba otras energías porque trabajaba otras partes del cuerpo”, dice.

Jesus creció en el barrio obrero de San Adrián. Era hijo único. Su madre tenía una tienda de chucherías en la calle Monte Inchorta, a dos manzanas de casa. La tienda estaba siempre llena de niños y de alegría. Al salir del cole, Jesus se dirigía a la tienda y hacía los deberes en la pequeña trastienda, donde almacenaban las revistas y estaba llena de trastos. Desde allí escuchaba la voz suave y templada de su madre mientras conversaba con los clientes.

Todos en el barrio la conocían. La tienda de chucherías de Isa, como se llama su madre, era un punto de encuentro. Al terminar el colegio muchos niños iban a la tienda y ella les daba de merendar. A veces se juntaban hasta siete u ocho niños en el interior del pequeño local. Y hacían los deberes en la trastienda y encima del futbolín y de las dos máquinas de petacos que había. Era como una segunda casa para ellos. Hacía de mediadora si se peleaban y creaba vínculos entre ellos. Y a la hora de irse, los acompañaba hasta el portal de su casa, llamaba al telefonillo y esperaba que sus madres respondieran.

Alguna vez se ha cruzado con alguno de esos niños, ya de mayores, y le han contado que Isa fue como su segunda madre. Jesus ayudaba a servir gominolas, gusanitos, paquetes de pipas y flashes. Las tenía que coger con unas pinzas y meterlas directamente en la bolsa. Su madre siempre le preguntaba si se había lavado las manos. Y si no se las había lavado o había cogido alguna chuchería con los dedos, ella la tiraba. Le inculcó un profundo sentido de la humildad y de no engañar.

El resto del tiempo, Jesus lo pasaba jugando a pelota en la calle, que era larga y tenía una acera ancha. A unos cincuenta metros había un polvoriento campo de arena donde hacían las porterías con piedras y se pasaban la tarde pateando y corriendo detrás del balón. “Éramos gente del barrio. Bajabas al campo y encontrabas otros niños jugando”, dice.

Sus padres siempre se avinieron. Recuerda la armonía que reinaba en su casa. No coincidían demasiado porque se pasaban todo el tiempo trabajando, pero los domingos comían los tres juntos. La tele siempre estaba encendida. El salón era luminoso. Recuerda que a su madre le gustaba cantar y bailar. Le decía a su marido: “Venga, Jose, vamos a bailar”. Su padre no era muy bailarín y le decía “déjate, Isabel, déjate”. En el tocadiscos sonaban Raphael o Camilo Sesto. Su madre no cantaba muy bien, pero esto era lo de menos. Jesus asistía a aquellas escenas familiares con asombro y fascinación. “Me gustaba estar tocado por sus emociones, acercarme a mi padre espontáneamente a darle un beso y un abrazo, siempre ha sido algo muy normal en mi casa”. Más adelante se dio cuenta de que aquello no era lo habitual en otros hogares.

Jesus no faltó a una sola clase de kárate. Competían solo una vez al mes porque en aquella época no había muchos campeonatos. No había categorías infantiles y a los doce años ya pasó a competir con adultos. Así conoció a Miguel Ángel Alonso y Luís Ramón Míguez. Aunque eran diez años mayores que él, se convirtieron en inseparables, y también en sus protectores. Los fines de semana se iban a entrenar al monte Pagasarri o a la casa sin amueblar y deshabitada del hermano de Miguel, que transformaban en un tatami invisible. Y allí se preparaban para los campeonatos.

Todos los días entre semana salían a correr a las siete de la mañana. Se citaban en el ayuntamiento y recorrían la ría, daban la vuelta al parque Doña Casilda y terminaban en las escaleras de Mallona. Las subían como Rocky Balboa en la escalinata del Museo de Arte de Filadelfia, tarareando el “Gonna Fly Now’ de la película. Y cuando llegaban arriba, al campo del Santutxu, levantaban los brazos como Rocky y hacían técnicas de sombra y lanzaban los puños y patadas al aire. Incluso vestían el mismo chándal gris y cutre. Después de correr, Jesus se marchaba al instituto a estudiar. “Fue una época maravillosa —dice—, ellos hicieron que me gustaran la competición y los entrenos. Se me metió muy dentro de mí. Esa gente fue la que me hizo amar las artes marciales, porque si a ellos no les hubieran gustado mucho o no hubieran estado centrados seguramente yo no estaría haciendo artes marciales ahora”.

La apuesta por el kárate

Con 14 años, mientras cursaba octavo de EGB y aún era cinturón marrón, supo que aquello era lo que quería hacer el resto de su vida. “Para mí, las clases de kárate eran mi momento, estaba deseando ir a entrenar, eran especiales”, dice. Los fines de semana prefería seguir entrenando antes que salir de fiesta. Acudía a campeonatos en Euskadi, Cantabria, La Rioja. Todo surgió de una manera natural, como todo en su vida. Tras obtener el cinturón negro de kárate, lo primero que pensó fue: “debo seguir entrenando”.

A los 18 años montó su primer gimnasio, con otros dos socios, en un garaje vacío de coches en Amurrio, a 32 quilómetros de Bilbao. No había electricidad y la primera visión que tuvo de aquel espacio fue a través de los latigazos luminosos de una linterna. Su socio extendió los planos sobre el capó del único coche que había aparcado y le habló del gimnasio. Pero él lo único que veía era el tatami. El proceso para adquirirlo también fue natural. Desde los 15 años daba clases de taekwondo en un gimnasio de Amurrio. Cuando lo cerraron, pensó en sus alumnos, en cómo seguir dándoles clase. A través de un amigo, contactó con él una persona que le ofreció invertir en aquel garaje.

“Yo no entendía el valor real del dinero”, dice. En la oficina del notario, cuando éste, ante la presencia de sus padres, les preguntó si avalaban con su piso el gimnasio, Jesus preguntó: “Qué quiere decir esto”. “Que si pierde el gimnasio el banco se queda con el piso de sus padres”, le explicó el notario. “Esto no”, exclamó él. Pero sus padres insistieron. Cuando bajaban por el ascensor, les dijo: “No os voy a fallar”.

Tuvieron que construir el gimnasio entero: las tuberías del baño, las duchas, los tabiques, la iluminación, el letrero de la entrada. “Yo solo pensaba en el tatami. Tenía mucha pasión, pero no entendía de nada”, dice. Con el tiempo se quedó con el gimnasio y se pudo pagar el préstamo. “Tenía claro que tenía que trabajar mucho para que no tocaran el piso de mis padres”.

Primeras competiciones

Aquel gimnasio de Amurrio se convirtió en su casa. Su apertura coincidió con el inicio de la universidad. Empezó a estudiar periodismo. Llegaba al gimnasio a las 7 y media de la mañana y se marchaba a las 11 de la noche. Entre medias conducía con su Seat Ibiza a Lejona, donde estaba la Universidad del País Vasco, asistía a clase y volvía al gimnasio. Comía un bocadillo por el camino.

Se sacó la carrera en los cinco años oficiales. Eligió periodismo porque le gustaba escribir. Jesus veía la universidad como un espacio de libertad donde conocer gente. Por aquel entonces estaba muy politizada, sentía que estaba en contacto con la actualidad, era una época revolucionaria, el momento álgido de ETA y el nacionalismo. Ir a la facultad le permitía cambiar de espacio. “Yo siempre he necesitado estar en dos polos porque me equilibra”. De niño el balance lo encontraba entre el colegio y el kárate y ahora entre las artes marciales y el clown.

Tras sacarse el cinturón negro de kárate, empezó a practicar otras artes marciales. Se sacó el cinturón negro de kickboxing, thai boxing, taekwondo, full contact y hapkido, y el título de preparador nacional de boxeo. Miguel y Míguez le acompañaron en buena parte de este trayecto. A Míguez le perdió la pista a los veinte años. Con Miguel mantiene el contacto: “Algún día le voy a pedir que volvamos a subir las escaleras de Mallona”.

Participó en el primer campeonato de España, en Eibar, a los 14 años, y la primera competición internacional con la selección española fue en Leamington Spa, en Inglaterra, en 1980. Fue un campeonato abierto de estilos de ‘semi contact’ y ‘light contact’ donde obtuvieron el bronce por equipos. Antes de viajar a Inglaterra se lesionó la rodilla cuando un alumno se le cayó encima. No podía andar. Pasó la noche previa al combate aplicándose arcilla en la rodilla. Llegó cojeando al tatami inglés. Pero una vez lo pisó, se olvidó del dolor y ganó la pelea.

En total ha acumulado más de cuarenta campeonatos de España, uno de Europa y otro del mundo. “En aquella época no había tantos campeonatos como hoy en día —dice—. Antes era mucho más restrictivo. Lo que me traía de los viajes era compartir con compañeros y conocer ciudades y personas. Me perdía por las ciudades. Me daba igual ganar o no”.

Jesus estaba suscrito a la revista francesa ‘Karate Bushido’ que le llegaba cada mes a casa. Recibía también vídeos en VHS de combates y técnicas que luego ponía en práctica con Miguel. Eran esponjas, unos locos de las artes marciales. En los vídeos aparecían campeones como los holandeses Fred Royers, Rob Kaman (que entrenaban en mítico gimnasio Mejiro de Amsterdam) y Ernesto Hoost y el estadounidense Benny Urquídez. A lo largo de su carrera ha podido entrenar en el Mejiro y con todos ellos.

La aventura tailandesa

En 1984, a los 18 años, se marchó un mes a Tailandia con su amigo Salva para entrenar en thai boxing. Lo decidieron un sábado por la noche, en una competición, y el lunes ya tenían los billetes. Tailandia era la meca del thai boxing. Un amigo tailandés les pasó un contacto en Bangkok. Lo primero que hicieron al aterrizar fue ir a su encuentro. El hombre tenía una tienda de maletas y les dio una dirección de un sitio de entrenamiento a dos horas de Bangkok. Por el camino le llamó la atención la gran cantidad de niños que había practicando artes marciales por las calles, como en las películas.

El campo de entrenamiento era un solar con un largo pasillo y una casa prefabricada de dos pisos con dos rings en un lateral, el suelo asfaltado y una extensa ristra de sacos para golpear. En la planta baja, decenas de costureras confeccionaban ropa vaquera. El calor era insoportable y había cubos de agua para refrescarse. Los luchadores eran todos chicos. Llevaban pantalones cortos e iban sin camiseta.

Estuvieron tres días entrenando allí. Los entrenos eran espartanos, básicos, rutinarios y repetitivos. Era excitante estar en Tailandia entrenado con tailandeses, pero había algo que no le gustaba. Su entrenador bebía mucho whisky, bebía de la botella, a morro, e intentaba sonsacarles dinero ofreciéndoles mujeres y sexo. “Yo había ido allí a entrenar”, dice.

Una mañana, al bajar a desayunar en el hotel donde se hospedaban, oyó a dos chicos hablar en francés. Jesus hablaba francés y entendió la conversación. Se referían a los entrenamientos con un maestro tailandés. Les preguntó si podía entrenar con ellos. El que le dijo que sí era un chico de París que estaba viajando por Asia y practicaba Kung Fu.

Empezaron a entrenar con ellos. El maestro era Narong Siri, pero se hacía llamar Pek. Era profesor de muay thai y taxista. Era muy pobre y no tenía gimnasio. Daba sus clases bajo el puente de una autopista donde había un armario cerrado con un candado, enfrente de un vergel. Pek abría el armario, estiraba una esterilla, la extendía en el suelo y allí entrenaban. Tenía unos cuarenta años. Era bajito, delgado, con una discreta barriga y andares relajados, como si se le fueran las piernas. Durante tres semanas su mundo fue aquel puente con el zumbido constante de los coches que pasaban y la visión del vergel.

De regreso a Bilbao mantuvo el contacto con Pek a través de cartas manuscritas que le traducía su amigo tailandés. Lo invitó a Bilbao a impartir clases en la escuela de Amurrio. Le pagó el viaje y se quedó en casa de sus padres. “En Tailandia aprendí a entrenar de una manera rigurosa y sistemática y quería compartir eso con mis alumnos”, dice. Aquel humilde maestro, con el se comunicaba con gestos y miradas y un diccionario tailandés-español de bolsillo, llenó la casa con el aroma de las especies con que cocinaba. Pek se llevó muy bien con su padre. Ambos se emocionaron a la hora de despedirse. Su padre le regaló una camiseta del Athletic Club y una txapela.

Los viajes se convirtieron en habituales, en fuente de inspiración y de aprendizaje. Viajó a Londres, Estados Unidos, Japón, siempre para entrenar. En la mayoría fue solo. A Miguel no le gustaba viajar, pero cuando regresaba, se juntaba con él y le enseñaba todo lo que había aprendido. Todas las técnicas que aprendía las incorporaba en sus clases. Lo anotaba todo en libretas, aunque luego no le hacía falta leerlas porque se quedaba con su memoria corporal. “Todo lo que has trabajado, el cuerpo lo recuerda porque lo has repetido y lo has entrenado. Todo permanece. Puedo recordar el momento y el lugar exactos donde aprendí cada técnica y movimiento”, dice.

Viraje hacia el mugendo y el clown

En 1997, en un viaje a Londres, descubrió el mugendo, otro arte marcial, y decidió que, a partir de entonces, se dedicaría solo a enseñar mugendo. Y centró sus clases en la educación y a diseñar ejercicios para desarrollar la disciplina, la confianza, la autoestima, el trabajo en equipo, la seguridad.

En 2009, tras impartir un curso de defensa personal psicológica a presentadores de televisión, llegó al coaching, y se inscribió a un máster de año y medio. Se dio cuenta de que toda su vida en las artes marciales había estado trabajando los desequilibrios, los miedos, los retos, la inteligencia corporal. Su afán indagador le llevó al clown y al teatro físico. Pablo Ibarluzea fue quien le descubrió el mundo escénico. En sus clases disfrutaba, había cosas que le salían naturales. “Aprendí que lo más importante es la escucha del público porque si no hay jajajá no hay clown”, cuenta.

Ibarluzea le sacó el clown que llevaba dentro y también Philippe Gaulier. Para Jesus, un clown “es un ingenuo que está en continuo ridículo y desequilibro”. Las clases de Gaulier, en el pueblo de Étampes, en las afueras de París, le han llevado al linde del desequilibrio. Gaulier entra a clase con andar tranquilo y con una mirada socarrona desafía a los alumnos, pero es un desafío para jugar. Tiene aspecto de abuelo gruñón cariñoso, muy serio, pero Jesus percibe que, por dentro, se está desternillando de risa. Podría pasar por un pintor bohemio de Montmartre con esa barba blanca desaliñada, las gafas rojas y la boina. Imprime respeto su sola presencia. A los 76 años anda algo curvado. Se sienta en una silla y desde allí comanda la clase.

Para Gaulier, un clown tiene que pelear para querer seguir en el escenario. Si no le gusta lo que hacen los alumnos en la escena, se lo hace saber bostezando de forma exagerada, mirando la hora o haciendo que se duerme. Sujeta un pequeño tambor y una maza con una bola y si lo golpea tres veces tienen que abandonar el escenario. A veces baja la mano con la maza lentamente esperando la reacción del alumno. Cuando suena el tercer dong, grita “¡a la puta calle!” en un español con acento francés.

“Busca que todo el rato estés en tensión en escena para que no te duermas, para que estés en desequilibrio, para que no te invada lo sencillo”, cuenta Jesus. Gaulier dice que cuando hay tensión pasan cosas porque se produce un desequilibrio y que cuando hay equilibrio no se produce nada.

La búsqueda constante del vacío

Jesus siempre busca este desequilibrio. A veces le sale el bufón, que es el malo, el excluido social, el cojo, el jorobado, el manco. En un ejercicio de improvisación que consistía en arrancarse sutilmente los unos a los otros un calcetín colgado de la parte trasera del pantalón, quedaron en escena una chica y él. Ella desplegó delicadas artimañas de seducción para arrebatárselo. De repente Gaulier gritó “¡El samurái!” descubriendo una katana de goma olvidada en el suelo de un ejercicio anterior. Jesus la miró, sin cogerla. Percibió el deseo de la gente para que la alcanzara y se estiró para recogerla, pero no lo hizo. Se creó un juego entre sus compañeros y él. Entonces agarró la espada y se la guardó en un cinto imaginario. Se desplazaba como un guerrero por la sala con la mirada altiva y desafiante y la nariz roja de payaso. Gaulier se reía y Jesus se le acercaba amenazando con cortarle la cabeza. Y Gaulier decía “uy, uy, uy”. Se alejaba y notaba risas. Se giraba y le decía: “¿Te has reído de mí?, mira que soy un samurai”. Gaulier contestaba “yo no, yo no, yo no”. “Dale al tambor ahora”, le instaba Jesus. El ejercicio se alargó durante cuarenta minutos. No sonó el dong del tambor.

Gaulier busca en todo momento que estés en juego, cuenta Jesús. A veces no funciona y cuando dice “¡a la puta calle!” el alumno debe saber si no vale nada el número y de verdad tiene que irse o si es parte del juego. “Debes escuchar para saber si tienes que pelear por quedarte en el escenario mientras lo abandonas. Debes escuchar al público, si se ríe o no. Eso se nota, pero para saberlo tienes que estar en un estado de juego”.

Cuando Gaulier echa a Jesus del escenario, éste se lo toma bien. “Yo le miro y pienso a la próxima vas a flipar. Para mí es un reto, como me sucedía en el tatami”, cuenta. En las peleas, cuando perdía, deseaba que llegara el siguiente campeonato para volver a pelear con el mismo contrincante y vencerle.

“El clown me ha permitido recuperar el niño, el placer de hacer las cosas y que es bueno estar en desequilibrio y estar en el ‘flop’, que es la mierda, o sea, que estar mal es interesante”, dice. Jesus se ha formado también en el Odín Teatret de Dinamarca, que desarrolla el teatro antropológico, y en la escuela LISPA-Arthaus de Berlín que trabaja el método de Jacques LeCoq para sacar personajes y emociones del cuerpo mediante el teatro físico, las máscaras neutras y el movimiento.

Hace tres años pasó un mes en Berlín en un intensivo. Uno de los ejercicios en grupo consistía en quedar en un punto de Berlín de noche y dejarse llevar durante tres horas, retándose sin palabras ni gestos, solo a través del movimiento. Su grupo estaba compuesto por un actor uruguayo que era un investigador nato y un escritor indio tímido y callado.

Los tres comulgaron desde el primer momento. Se mimetizaron. El uruguayo era el más arriesgado. Proponía trepar paredes y saltar bancos y los otros dos le seguían. El indio era menos arriesgado y empezaba a caminar como por un alambre colocando un pie delante del otro. Jesus era el más raro. Se detenía ante los transeúntes, los señalaba y se marchaba, como un chalado provocador. Emergía de nuevo el bufón. Debían mirarse todo el rato, seguir el ritmo de los otros, equilibrarse. La gente contemplaba sorprendida el comportamiento errático de aquellos tres seres misteriosos.

El juego se llamaba ‘Trickery’ aunque Jesus lo llamaba “el creador de la noche” porque esto era lo que hacían, crear una noche. Ninguno de los tres había estado antes en Berlín y, sin embargo, habían decidido quedar en un suburbio. Las avenidas eran largas y estaban semiabandonadas, había algún bar o heladería con algunos clientes abstraídos. Los tres clowns avanzaban en silencio como actores de cine mudo por una película sonora. Llevaban más de una hora sin hablar. Se les había aguzado el oído y eran capaces de percibir hasta el más mínimo ruido. “Era como escuchar la vida”, dice Jesus.

Las calles se volvían más desangeladas y peligrosas y en sus miradas podían ver que esto era precisamente lo que buscaban, y fueron a parar a lo que parecía un aeropuerto abandonado. Distinguían apenas la austera arquitectura de unos hangares vacíos desplegados como una baraja de cartas y una torre de control que parecía una ilusión. No se atisbaba nadie. El silencio era especial, como si alguien les estuviera escuchando. Avanzaron por el asfalto de la pista que no se terminaba nunca imitando el aleteo de las aves o saltando como bailarines. Jesus sentía que alguien iba a aparecer en cualquier momento y le gustaba esta sensación de desequilibrio. Era como si Gaulier estuviera a punto de tocar el tambor y él peleaba para seguir en escena. Quería seguir en escena.

A eso de las once y media se adentraron en un bosque esbozado por la tenue claridad del cielo. Era verano y el cielo estaba abierto. Encontraron mendigos tirados por el suelo sobre colchones y cartones, agrupados de dos en dos y de tres en tres, derrotados y sucios. Les decían palabras en alemán que no entendían e interactuaban con ellos. Al final del bosque vieron una estación de metro y allí se despidieron.

En sus clases de mugendo Jesus ha incorporado muchas de estas dinámicas de clown, de trabajo del cuerpo en movimiento, dinámicas artísticas, y así es como forma a sus instructores. “El clown ha quitado la atmósfera de rigidez marcial de las clases —cuenta—, les ha quitado peso y les ha dado ligereza, las ha normalizado. La parte de las artes escénicas tiene que ver con la comunicación y el placer del juego”.

De las escaleras de Mallona al cielo

Cuando retorna a Bilbao de sus viajes, recupera sus rutinas y costumbres. Siempre que puede participa con su madre, que tiene 77 años, en carreras populares. Es su forma de sentir Bilbao. La última escuela de mugendo que ha abierto Jesus está precisamente en Mallona. En un evento en el barrio, se encontró con el actual presidente del Santutxu, Mitxelo, que era el delantero del equipo cuando su padre y él iban a ver los partidos. Cuando Mitxelo supo era el hijo de José Mª Platón, le abrazó y le contó que eran amigos. Le habló de su discreción, de su don de gentes, de su humanidad. “Tu padre era el primero en ofrecerse cuando a alguien le hacía falta hacer una chapuza en casa y el primero en sacar la cartera para pagar”, le dijo.

En el pie de las escaleras de Mallona, Jesus recuerda el agradable tumulto de los aficionados del Santutxu subiendo las escaleras ataviados con camisetas rojas con ribetes azules. Recuerda a los jubilados que se colocaban en un lateral de la escalera agarrados a la baranda para saludar a la gente. El olor de humedad del musgo que crece entre los centenarios escalones le transporta esa época. Siente la mano de su padre en el hombro guiándolo entre la gente, y oye su risa contagiosa mientras le cuenta el mismo chiste una y otra vez. Y le llega una vaharada de Varón Dandy.

La próxima carrera que quiere hacer es la subida popular a las escaleras de Mallona, que se celebra cada mes de septiembre. Se vestirá con el viejo chándal gris olvidado por algún cajón de casa. Le pedirá a su madre que espere arriba, como cuando los esperaba después de cada partido. Cuando llegue arriba tarareará la canción de Rocky, como hacía con Miguel y Míguez, lanzará unos puñetazos al aire, se abrazará a su madre y mirará el cielo.