Entrevistas

El complejo oficio de ser juez: "Estoy seguro de que en más de una ocasión habremos condenado a un inocente"

Miguel Pasquau, magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía. Editorial Debate
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Si fueras juez, ¿qué es lo que más te costaría? Seguramente la mayoría contestaríamos que saber si alguien está mintiendo o no, porque la mentira es todo un arte y hay personas que la convierten en un oficio. Quien seguro que tiene muy entrenado el detector de mentiras después de más de veinte años como magistrado en el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía es Miguel Pasquau, quien acaba de publicar 'El oficio de decidir' (editorial Debate), un interesante libro donde este veterano pretende desacralizar y alejar del misticismo un oficio que en realidad es profundamente humano. 

En su ejercicio, el más mínimo error puede arruinar vidas, y de sus aciertos depende que se haga o no justicia, se repare una herida o, por el contrario, empeoren las que ya existen. Por otro lado, es una profesión ejercida por seres humanos, a su vez condicionados por sus experiencias personales, ideologías y, sobre todo, presiones externas. Charlamos con él en esta entrevista para la web de Informativos Telecinco.

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Pregunta: ¿Por qué decidiste ser juez? Es vocacional, imagino…

Respuesta: “Vocacional” en sentido literal, porque “me llamaron” (vocatio) para que me plantease a postularme para una plaza vacante en el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía. Hasta entonces, yo miraba a los jueces desde fuera: leía sus sentencias como profesor universitario, para aprender y enseñar derecho y para encontrar “puntos no resueltos” que justificasen trabajos de investigación. De pronto, ya no se trataba de leer y criticar las sentencias, sino de escribirlas. La verdad es que ese reto de pasar al otro lado de la sentencia me atrajo enormemente. Fue, digamos, una vocación tardía

P: Ver a un juez con dudas no es lo que nos imaginamos: ¿qué es lo que más te cuesta de tu trabajo? Ser justo no es a veces fácil.

R: Algunos buenos alumnos, o sobre todo alumnas, me dicen que. aunque querrían ser jueces, no se atreven porque son indecisas y lo pasarían mal. Suelo contestarles que eso significa que serían buenas juezas. Una cualidad del buen juez es no apresurarse a cerrar las dudas y ser capaz de sufrir la decisión. No tener el gatillo rápido. No me refiero a ser personalmente indecisos, sino a un sentido de responsabilidad marcado por la voluntad de acertar. Esa es la buena indecisión: la que no se conforma con las primeras respuestas tranquilizadoras a un asunto difícil. Lo peor no es eso. Lo peor es ser consciente de que, sin querer, puedes hacer mucho daño. Que creyendo hacer justicia vas a ser, de vez en cuando, injusto. Y que esa injusticia tiene víctimas. Cada juez lleva en su mochila a unas cuantas víctimas. No sabe quiénes son exactamente, pero pesan...

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P: ¿Qué casos han marcado tu vida? 

R: Bueno, eso es como cuando te preguntan cuáles son las películas o las canciones de tu vida: la respuesta tiene mucho de improvisación. Pero sin descender a casos concretos puedo decir que no olvido casos de crímenes de especial gravedad en los que ni yo ni mis compañeros hemos llegado a entender las razones o móviles del crimen: eso te hace pensar que algo definitivo e importante se te ha escapado. También están ahí los casos de “monstruos humanos”, en los que a mí me resulta especialmente complicado valorar si son casos de maldad o de patologías. 

P: ¿Has sentido alguna vez que el caso te sobrepasaba? ¿Cómo lo afrontaste?

R: Acabo de entregar una sentencia sobre un delito fiscal de cuantía muy importante y gran complejidad. Hace un mes me lo turnaron: una caja llena de documentos, una sentencia condenatoria y un recurso de apelación que invocaba normas que desconocía, conceptos tributarios que se me habían olvidado o nunca aprendí, documentos que me costaba encontrar en el expediente. No entendía nada, todo eran cuestiones nuevas que no había estudiado nunca. Me desbordaba. La tentación es dejarlo para luego, dedicarte a otros casos. Pero lo que hice es lo único que te permite afrontar un caso que te desborda, coges un folio A3, empiezas a leer el expediente, haces anotaciones, y compruebas que si lo haces folio a folio, sin atajos, acabas siendo capaz de hacer lo que se pide de ti, es decir, dar razón o quitarla, argumentadamente.

P: ¿Qué es lo que la gente no sabe de la justicia y deberíamos saber? Hay muchos mitos.

R: Hay mitos, falsas imágenes, cosas importantes en las que no se repara, pero no es culpa de la gente. Quizás desde el mismo ámbito de la judicatura se alimenta a veces una visión torcida de las cosas, otorgando a la decisión judicial un sentido en cierto modo mágico, como de sabio o pontífice entre el Derecho y la humanidad. El problema de esa visión es que, entonces, los errores o la simple mediocridad de una sentencia producen una enorme decepción, no se perciben como algo con lo que hay que contar: un mago no puede equivocarse. Entonces entra la desconfianza, y si desconfías, el mago se convierte en un farsante. Pero las cosas son mucho más simples: el Estado ha dispuesto un buen sistema de resolver conflictos que está gestionado -de momento- por humanos que intentan acertar en su trabajo. 

Si hubiera que seleccionar una cosa que transmitir a los ciudadanos sobre su justicia, yo lo tendría claro, habría que procurar hacerles ver el enorme valor que supone el disponer de un modo de solución de los conflictos consistente en que va a dirimir un tercero con obligación de ser imparcial, y que sólo va a poder decidir después de presenciar un juicio, es decir, después de que las partes hayan tenido oportunidad de convencerle por todos los medios de dos soluciones diferentes. Esto es lo verdaderamente importante, la limpieza de los procedimientos de decisión.

P: En su caso, debes revisar el trabajo que hacen otros jueces. ¿Cómo se llega a un acuerdo? ¿Es sencillo?

R: Esa es otra fortaleza del sistema judicial: no hay sólo una oportunidad. Se puede recurrir. La decisión final es el resultado de una controversia entre abogados, pero también de un diálogo entre jueces: el juez de instancia, y los magistrados del tribunal de apelación o de casación. Es un mecanismo con muchas garantías, que deja poco espacio al simple voluntarismo y expulsa al menos los errores más burdos. La decisión final es el resultado de un largo proceso deliberativo.

¿Es sencillo? No siempre, claro. Revocar o anular una sentencia es más complicado (y requiere más trabajo) que confirmarla. Tienes que tener una buena razón, que supere o mejore las razones de la sentencia que vas a cambiar. Lo importante es que cada cual sea consciente de su papel y lo cumpla, sin dejarse llevar por inercias. 

P: ¿Tienes algún hábito o “ritual” cuando tienes que decidir una sentencia? 

R: Hay algo que con frecuencia me ayuda a esmerarme en su estudio: imaginarme sentados delante de mí, en mi despacho, a las partes. A la víctima y acusado, demandante y demandado, mirando cómo saco el expediente del armario, cómo lo leo, cómo repaso las pruebas, qué notas tomo, por dónde abro el código, cómo se va decantando una decisión. Para ellos, no es un asunto más de los que están en el armario, es SU asunto. Eso es un buen antídoto contra la rutina.

Quiero insistir en que, por lo general, debajo de una buena sentencia hay un buen debate entre abogados

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P: ¿Cómo son las relaciones con abogados y qué es lo que no se ve?

R: No nos da igual que el abogado sea bueno o menos bueno. Que las pretensiones o los puntos controvertidos queden formulados con claridad y destreza hace que las sentencias sean mejores. Las estrategias de confusión y enmarañamiento cansan, generan la impresión de que esconden falta de argumentos, y suelen provocar atajos en la argumentación de la sentencia, generalmente contra el enmarañador. In dubio, contra enmarañador. Quiero insistir en que, por lo generaldebajo de una buena sentencia hay un buen debate entre abogados. Y lo contrario. No, no nos da igual qué abogados -o qué fiscales- intervienen en el caso. 

P: En justicia hay que hacer un ejercicio de la confianza enorme. ¿Cómo sabes que alguien está mintiendo? En penal estamos hablando de casos graves, no será fácil tomar una decisión. 

R: Ahí entramos en un laberinto. Creer o no creer a un testigo. ¿Está mintiendo a conciencia? ¿Se está engañando a sí mismo? ¿Se equivocó en su percepción de lo que vio u oyó? ¿Dice la verdad, aunque la cuente de manera torpe? La mejor manera de salir de ese laberinto, en los casos más dudosos, no es simplemente dejarte llevar por lo que te parece, sino aplicar estándares objetivos de valoración de la prueba testifical: examinar qué motivos pueden inducir a tal o cual testigo a no decir la verdad, analizar la coherencia o contradicciones, y -algo muy importante- qué afirmaciones del testigo vienen corroboradas por elementos circunstanciales (por ejemplo, el testigo alude a una característica del lugar o de la persona que, después de su declaración, se comprueba que se corresponde con la realidad). Y si es un asunto penal, en fin, cuando esos estándares valorativos te siguen dejando en la duda, tenemos una red de seguridad, un camión escoba, que “nos saca de dudas” y es el in dubio, pro reo ("en caso de duda, a favor del acusado"). Hay más oficio que intuición en la valoración de las pruebas.

De lo que estoy seguro, por una razón estadística, es de que más de una ocasión, sin que lo lleguemos a saber nunca, habremos condenado a un inocente

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P: ¿En qué se fija un juez para determinar a alguien culpable o inocente? ¿Dónde se pone la lupa?

P: Si lo que se discute no es qué delito se ha cometido, sino quién ha sido el autor, es decir, si fue el acusado u otra persona, hay un orden de preguntas que intelectualmente no puedes saltarte: la primera es hacerte una lista de pruebas que apuntan objetivamente a la culpabilidad (testigos, documentos, peritos, indicios) y cuáles, al contrario apuntan a la inocencia. La segunda pregunta es si ese balance probatorio supera no no determinado listón, que es el determinado por el derecho a la presunción de inocencia, es decir, si en definitiva hay una prueba “razonable” de la culpabilidad, o no se ha pasado de las impresiones, las hipótesis, las conjeturas y las sospechas. Sólo si concluyes que hay prueba “suficiente”, viene la tercera y más difícil pregunta: ¿esa prueba te ha producido una “íntima convicción”? Pero no puedes empezar por la íntima convicción. Esta sólo juega al final.

Esto parece muy teórico, pero no lo es en absoluto. Forma parte del oficio de decidir. Se trata de distinguir entre la “existencia” de pruebas de cargo y la “valoración” de esas pruebas. Por ejemplo, si un testigo, en el juicio, identifica en el juicio al acusado como autor de los hechos, hay una prueba; pero esa prueba tienes que valorarla. ¿Te ha convencido el testigo? Ahí es donde juega la íntima convicción.

P: ¿Alguna vez condenaste a alguien que posteriormente ha sido declarado inocente?

R: De lo que estoy seguro, por una razón estadística o probabilística, es de que más de una ocasión, sin que lo lleguemos a saber nunca, habremos condenado a un inocente, o a una persona que actuó con legítima defensa sin que haya podido probarlo, o impulsado por una enajenación o trastorno o intoxicación que no hayamos apreciado. Habremos creído a un testigo de cargo que mintió o no creído a un testigo de la defensa que dijo la verdad. Nos habremos equivocado al valorar la prueba de un perito (médico, psiquiatra, arquitecto, contable, biólogo, etc.). Es seguro, después de 25 años juzgando. Pero no sé en qué casos. Ya me gustaría a mí poder hablar con las partes o con sus abogados una vez que la sentencia es firme, y preguntarles si hemos acertado o no. Porque ellos sí lo saben...

Una vez lo hice. Era un asesinato con pruebas más que suficientes pero motivos incomprensibles. Acabado todo, al cabo de unos meses, encontré en la calle al abogado defensor. No pude evitar preguntarle directamente. Su respuesta me dejó frio: “Créeme -me dijo- que no lo sé. Yo tampoco sé exactamente qué pasó. Creo que debe haber algo de lo que nadie nos hemos dado cuenta”.